Revista Cultura y Ocio

El tiempo inmóvil

Publicado el 01 abril 2020 por Elena Rius @riusele

Estos días no tiene una ganas de escribir sobre nada. Cuando todo esto empezó, pensé en hacer un diario del coronavirus, al fin y al cabo nos encontramos ante un acontecimiento insólito que está alterando millones de vidas y podría ser interesante documentar cómo lo vivo, pero confieso que la situación me ha superado. Primero, la preocupación tanto por asuntos básicos, como el abastecimiento o la protección (imposible hacerse con mascarillas, guantes o termómetros, así que habrá que enfrentarse al virus a cuerpo gentil y que Dios nos ayude), como por personas cercanas, que hacía imposible concentrarse en nada más. Luego, a medida que han ido pasando los días y todo se iba haciendo más y más sombrío, cada vez resultaba menos atractivo pensar en escribir sobre ello. ¡Si lo que una realmente necesita es olvidarse por unos momentos de esta realidad teñida de distopia! Por fortuna, he podido retomar una parte de mi trabajo (online, desde luego), lo que al menos me proporciona un objetivo en estas semanas sin horizonte. La otra parte, me temo, no va a volver hasta dentro de muchos meses, si es que alguna vez lo hace. Como tantas otras cosas que solo ahora empezamos a añorar.

Evidentemente, intento no pensar en el viaje que he tenido que anular, ni en las vacaciones que están también en la cuerda floja. Quién sabe cuándo y cómo podremos salir de aquí. Por ahora, los planes se reducen a no hacer planes.

Durante estos días, me vienen a menudo a la cabeza pasajes de determinadas memorias, en su mayoría leídas hace tiempo, que describían situaciones que en su momento me pareció imposible llegar a vivir, y con las que ahora, de repente, me identifico bastante (salvando las distancias). Como la preocupación constante por cómo y dónde conseguir determinados alimentos, o las pequeñas pero irritantes incomodidades cotidianas -desde no poder ir a la peluquería hasta cómo reponer unos zapatos rotos- que pueblan las páginas de tantas obras inglesas ambientadas en tiempo de guerra. A menor escala, porque aquello duró años y nosotros llevamos poco más de dos semanas de cerrojazo, empezamos a advertir la mordedura de inquietudes similares. Y, sobre todo, la persistente impresión de que esto es el preludio de otros muchos cambios, de que casi nada va a ser igual.

Buceando en mi biblioteca, recupero un par de fragmentos que de algún modo se podrían aplicar a la experiencia actual. El primero, tomado del segundo volumen de las memorias de Simone de Beauvoir, La plenitud de la vida, corresponde al 30 de junio de 1940.

EL TIEMPO INMÓVIL

Durante estas tres semanas, yo no estaba en ninguna parte; había grandes acontecimientos colectivos con una angustia fisiológica particular, quisiera volver a ser una persona con un pasado y un porvenir. Quizá en París lo logre. [...] París está extraordinariamente vacío, mucho más que en septiembre; es un poco el mismo cielo, la misma dulzura en el aire, la misma tranquilidad; hay colas ante las pocas tiendas de alimentación que aún quedan abiertas y se ven algunos alemanes; pero la verdadera diferencia es otra. En septiembre, algo comenzaba, era temible, pero apasionadamente interesante. Ahora, se acabó, el tiempo está absolutamente estancado ante mí, inmóvil durante años, me pudriré.

El segundo, más o menos de la misma época, narra las vivencias de la señora Miniver, en la novela homónima de Jan Struther. (Otro libro de esos que no entiendo por qué no se recupera en España, la última edición data del año 1946).

EL TIEMPO INMÓVIL

No me he olvidado de todas las demás tragedias que pasan inadvertidas, aquellas que la marea se ha llevado por delante en las grandes ciudades: el pequeño librero, el tapicero del barrio, el dueño del garaje, el hombre que vende grabados antiguos, la mujer que vende pasteles caseros. No es posible olvidar a estas personas: hasta el momento, constituyen la mayor lista de bajas de esta guerra, y ni siquiera tienen el consuelo de la gloria.

El tiempo inmóvil, las pequeñas tragedias que quedan ocultadas por la enormidad de los números... Como de costumbre, los libros sirven para iluminar la realidad. La de entonces y la de ahora.


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