I want to sing that rock and roll. Probablemente James Coburn y Gillian Welch tienen poco o nada que ver, tal que un paquete de tabaco arrugado y la soledad. Parece ser que la vida consiste precisamente en eso –me refiero a saber vivirla–, en conquistar la soledad, en avenirse con uno mismo, sea a fuerza de fumar con ahínco, de cantar lo que se quiere cantar o de observar el panorama con el pelo revuelto, los ojos afilados y los puños en los bolsillos de la chaqueta. Ya sé que la soledad sencillamente es y que es, además, el hecho incontrovertible, como lo llamaría un profesional. Pero se trata, eso iba diciendo, de no sentirla, la soledad, como una costilla rota. La vida está hecha de instantes que arracimamos en la memoria como momentos, días, semanas y así sucesivamente, y llegado cierto punto brillan en la memoria algunos momentos de soledad enteriza, mineral, la paloma de la paz guisada en cazuela para uno mismo, la mirada gélida de James Coburn desafiando, desmereciendo el rostro frontero e impenetrable de la fortuna que asoma ya por la puerta y la voz inconmovible de Gillian Welch recitando escaleras abajo que el tiempo pondrá las cosas en su sitio, en el sitio que el tiempo les tenga reservado a la mentira, el amor, la soberanía, la dignidad…
Gillian Welch. Hay voces que lo llenan todo, o mejor, que lo convierten todo en el fondo apropiado a sí mismas dándole vago significado a la tarde calurosa de junio, al café requemado y terroso, a la costilla rota que obliga a ponerle palabras a la soledad. Voces que pueden hacer que todo gire a su alrededor adensando sentidos inefables en torno de las palabras a las que dan carne, coloreando lívidamente por alusión las emociones más recónditas, convirtiendo el tiempo que cantan en un ensayo del tiempo real, en una urna donde las cosas vuelven a irradiar el aura matiz de su existencia; el cigarrillo liado a medio fumar en el cenicero de vidrio azul, el mensaje en el contestador parpadeando la cuenta atrás de su amenaza, el libro de Agee y Evans abierto en canal y bocabajo, no se le salgan las tripas poéticas sobre la mesa… Todo habla al fin de lo mismo, no importa si quien canta es una huérfana en busca de la fuerza necesaria para dar un paso más o un minero que alivia el agobio de su destino subterráneo, si un alma volada que espanta el desvelo ensoñando que alguien la ama o un adicto a la morfina que se confiesa dispuesto a morir por su chica, o por su madre, qué más da… Lo importante, como casi siempre, es la música; la música viviendo para sí misma, la música –la voz– en esa posición solar. Lo importante es lo que nos recuerda que lo único importante es estar aquí.
El tiempo lo dirá. El rostro impasible de la música de Gillian Welch aspira a callar explícitamente mucho de lo que no dice, efigie sibilina, fría superficie del espejo. La melodía que la voz entona parece haber sido surcada un millón de veces, milimétrica, obsesivamente, abriendo una brecha de eternidad en la estela fugaz, dignificando el dolor por el dominio de la expresión hierática, prestando al desgarro un timbre esbelto, exuberante como unos ojos verdes chispeando en las cuencas de un esqueleto mondo pulsado por un corazón de cuarzo… Llegados a este punto, el mundo como lo conocemos puede venirse abajo o hundirse a plomo, los jóvenes pueden ser corridos a hostias en las plazas por las porras del sistema, las catástrofes naturales barridas bajo la alfombra del calendario, los apretones de manos de palo intercambiados por los alpinistas al alcanzar en grupo las cumbres… Pues lo cierto es que los traidores serán desenmascarados, que la reina de la farsa y los imitadores ocupará cuando llegue el día su trono y que cada cual cargará entonces con su única, biográfica responsabilidad. El tiempo, el tiempo que no ceja para el siempre, el tiempo como lo mide una bacteria, el tiempo a fin de cuentas, el tiempo lo dirá.
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