Revista Arte

El tiempo y la verdad, dos cosas que el Arte representa y el ser humano interpretará.

Por Artepoesia
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Cuando el mundo artístico se enfrentase con el clasicismo a comienzos del siglo XIX de un modo decisivo, crearía el movimiento artístico romántico. Pero fue poco tiempo después cuando algunos pensadores y creadores rechazaron, de un modo tajante, el legado clásico más extraordinario que el Arte hubiese llegado a alcanzar nunca en la historia: el Renacimiento. ¿Cómo fue posible que la exquisitez, corrección, brillantez, equilibrio y belleza clásicas pudiesen haber sido denostadas por amantes, además, del elogioso modo tan humano de componer Arte? Coincidieron básicamente dos cosas por entonces: un afán por descubrir la esencia de las cosas frente a la forma, y un necesario dominio del tiempo como valor de fe. El Renacimiento, a cambio, habría supuesto el dominio de la forma y la sublimación del tiempo. Los creadores renacentistas basaron su sentido principal estético en el espacio como un referente absoluto del universo. La perspectiva, la línea, la regularidad, la medida, la proporción, por ejemplo, eran todos elementos que llevarían a la forma espacial a su modo más significativo de lo bello. Por otro lado, el tiempo fue sublimado en el Renacimiento, no tendría éste más sentido que progresar, que ser, así, el mejoramiento y la corrección perfectas de aquellas formas espaciales. A finales del siglo XV y principios del XVI -época plenamente renacentista- el tiempo fue conquistado para avanzar, con él, en un mundo vertiginoso. El neoplatonismo -pensamiento filosófico renacentista- lo justificaría además: el tiempo es cíclico, es eterno e inmutable. Pero ahora, a mediados del siglo XIX, unos pensadores, críticos y artistas necesitaron dominar el tiempo, hacerlo dúctil, utilizable y justificado, y, así, volvieron entonces al pasado para traer al presente la esencia de las formas.
John Ruskin (1819-1900) acabaría siendo el teórico y sostenedor del movimiento prerrafaelita, un estilo de Arte que reivindicaba una estética en pintura anterior al pintor renacentista Rafael Sanzio. Es decir, el gótico, el período artístico entre el siglo XII y XIV que observaba la irregularidad, la emoción, la exaltación del tiempo como un vínculo -no como un progreso- entre pasado y futuro; la fragilidad, la asimetría, la consagración de lo bello, la dulzura de lo representado (no de cómo se representaba). El Renacimiento había sido creado por los grandes mecenas y los grandes artistas de entonces, elitismo estético y proverbial mercantilismo social. Italia fue por entonces un caldo de cultivo progresista en lo económico, algo que llevaría a valorar la excelencia frente a cualquier otra consideración, fuese moral, ética o religiosa. El Prerrafaelismo abogaba -gracias a Ruskin- por todo lo contrario: un Arte compuesto por artesanos al amparo de gremios y parroquias donde la fe, la moral y la belleza fuesen de la mano para representar a ésta buscando así la esencia, no la excelencia. En el año 1853 publicaría Ruskin su obra Las piedras de Venecia, un ensayo donde anticiparía su visión de la estética en el Arte. Y es cuando, con el valor que supuso hacerlo entonces -denostar el Renacimiento en aquellos años-, el teórico inglés hablaría de la verdad, de la autenticidad. En su libro nos dice algo así: la función del artista es la de ser un instrumento sensible que ninguna luz o línea, ninguna expresión fugitiva en los objetos visibles pueda hacernos olvidar el sentido de la memoria. El artista, continúa Ruskin, debe crear serenamente, no dejarse llevar por ningún pensamiento o sabiduría. Su vida así solo tiene dos fundamentos: mirar y sentir. Todo lo contrario, sin embargo, de lo que fue el Renacimiento.
El Prerrafaelismo fue un movimiento artístico británico, duraría tan poco como su emoción contenida. En el resto de Europa tuvo que iniciarse otro movimiento artístico que impulsara parte de lo que aquel arte preconizaba: el dominio del tiempo y la relatividad del espacio. Y surgió el Impresionismo. La fugacidad entonces sería conquistada, la sutileza esgrimida y la esencia de las cosas representadas como una impronta espacial tamizada de luz, de color y de evanescencia perenne. Necesitó de un escritor también, pero no para justificar la tendencia impresionista -que nació a la vez que él-, sino para componer la obra literaria más ingente sobre el tiempo, la impresión de las cosas y su esencia permanente. En busca del tiempo perdido fue la creación impresionista más determinante de la historia de la literatura del siglo XX. Marcel Proust (1871-1922) fue su autor, un ser que, además, admiraba profundamente a Ruskin. Compartía su visión del tiempo, de la esencia y del sentimiento estético. Ruskin buscaba en el pasado la verdad, la autenticidad, la esencia, pero, sin embargo, todo eso además desde una posición moralista. Para el pensador británico, por ejemplo, Venecia representaba la esencia de la verdad en sus piedras eternas y bellas, pero, sin embargo, la decadencia de la ciudad, de la sociedad que albergaba esas piedras maravillosas, había sido producida por la inmoralidad de sus costumbres. Para el escritor francés, un ser tan liberal, ese pensamiento era nefasto, no podía basar la belleza o considerarla bajo ningún atisbo de moralidad. ¿Dónde estaba entonces la verdad? En el Arte, no en el pensamiento. Con ese matiz crítico tan definitivo, Proust llevaría cualquier teoría artística, incluso la suya propia, a matizarla ofreciendo ahora una salvedad a todo Arte, a cualquier Arte. Esa fue, verdaderamente, la mejor forma de buscar el tiempo perdido, de recobrar así, en definitiva, un tiempo eterno, a la vez fugaz pero permanente en el Arte..., tanto como lo fuera aquel sublime Renacimiento.
(Obra El milagro de san Nicolás de Bari, 1437, del pintor gótico Fra Angelico, Museos Vaticanos, Roma; Óleo Virgen del Pez, 1514, Rafael Sanzio, Museo del Prado, Madrid; Óleo sobre madera Puerta de la catedral de Venecia, 1875, Albert Maignan, Museo de Orsay, París; Acuarela de John Ruskin, Pilar de san Juan de Acre, lado sur de la catedral de san Marcos, Venecia, 1879, Museo Británico, Londres; Fotografía de John Ruskin, Getty Images; Fotografía de Marcel Proust, Getty Images.)

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