Terres Taurines
Javier Castaño se ha convertido en la torerísima Trinidad del aficionado: hombre, lidiador y espíritu irredento que con sus salmos responsoriales beatifica el buen toreo, que carece de temporalidad, es perenne, ni es antigualla fósil, ni tiene porque dar de beber a las fuentes del vanguardismo; goza de perpetuidad, como ley justa de dios y proclama del hombre libre, a pesar de que su cauce tiende a desaparecer, como un guadiana cuya corriente, irremediablemente, está predestinada a doblar las manos en el abismo oceánico, desembocando en la collera de los manzanares, morantes y julys de turno, que forman, granito a granito de arena, risco a risco de destoreo, el delta de cultura.
Castaño, cuyos genes comparten la nascencia leonesa con el amamantamiento charro, como un héroe de la mitología castellana, de Castilla la vieja, que es a la vez fría y dura; fértil y acogedora, tierra forjadora de hombres recios e hidalgos, ha sido capaz de reciclarse, de renegar del toreo ventajista, chusco y pordiosero que practica con solemne fanfarronería la inmensa mayoría del escalafón, para erigirse en lidiador de época, delfín de Esplá y tantos otros, y lo más increíble, hombre y taurino respetable. Sus triunfos vienen siempre acompañados de la mano del extásis del toro con trapío, hierbas y casta, que es huella dactilar de la Fiesta, encargada de dar veracidad al asunto y de transmitir el miedo, gasolina que quema al aficionado a lo bonzo -único especimen ibérico (en claro peligro de extinción) que se metería el chisquero en señal de protesta por algo-. Aleación inflamable de canguelo y maestría capaz de hacer, en virtud a la naturaleza alquímica del arcano del toreo, que el cemento del tendido arda y chisporroteé como la Roma neroniana.
Para Castaño no habrá premios Paquiro, medallas de bellas artes ni entrevistas con rubalcabas. Es posible que Arrabal no sepa ni quién es, y que Dragó el único castaño que conozca sea uno que se cría en Chanthaburi, ciudad de la baja Tailandia, y cuyas raíces, empapadas en siete u ocho gin tonics, producen un efecto virilizante que no está al alcance ni de los abuelos cebolletas de las Ramblas. A la carpa no lo invitarán, con él Muñoz Infante no hará por evitar un conflicto de orden público y es seguro que los revistosos no andan a tortas por escribirle la biografía.
Ni falta que hace. Castaño es ya el torero de un pueblo que está ayuno de tíos valientes, honrados y políticamente incorrectos. Del que lo hace -nos guiaba Joaquin Vidal-, yo soy del que lo hace. Y Javier Castaño se lo hizo a seis Miuras en Nimes.