Revista Salud y Bienestar

El trabajo de una médica de cabecera

Por Carlos

A veces me siento pequeño pero hay ocasiones en las que me siento insignificante…

Copio literalmente lo que he leido

LA CAÑADA REAL GALIANA (MADRID): EL TRABAJO DE UNA MÉDICA DE CABECERA

Beatriz Aragón

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Hace varios años que trabajo como médica en Cañada Real (Madrid).

Cañada Real es nombre que evoca marginación.

La simple mención del lugar hace que buena parte de los lectores tengan una idea sobre lo que voy a escribir.

Antes era menor el poder de evocación y menos los que con tan sólo esta referencia pensaran en exclusión social, droga, inmigración, infravivienda, chalets de lujo, gitanos rumanos y tantas otras gentes y cosas que nos vienen a la cabeza si hemos visto alguno de los múltiples programas de televisión que en los últimos tiempos se han hecho sobre la zona.

Desde que trabajo en Cañada he visto los cambios que llevan al abismo a una zona deprimida.

Cañada Real Galiana, Valdemingómez, El Gallinero… distintos nombres para hablar de realidades muy diferentes entre sí pero que comparten el tener una imagen muy negativa a los ojos de la sociedad, como “el mayor punto de venta de droga de Europa”, “el mayor asentamiento chabolista de gitanos rumanos”, “el poblado de la vergüenza”, etc.

Y es que lo que inicialmente sirvió de paso de ganado para la trashumancia se convirtió en el camino de los camiones que iban al vertedero de Valdemingómez (donde acaban todos los residuos sólidos urbanos de Madrid) y ahora es zona de tránsito para los usuarios de droga ilegal.

Lugar de paso para unos y residencia para otros tantos: desde aquellos que hicieron su huerto, casa o negocio durante la época franquista (y han vivido la evolución del barrio), hasta los que llegaron más tarde, como la comunidad marroquí (instalados e hipotecados para adquirir terrenos sin escrituras), o los gitanos rumanos, (que fueron construyendo sus chabolas al salir del proyecto educativo ubicado en las inmediaciones de Cañada). Los últimos en llegar son los vendedores de droga ilegal, y con su llegada lo que antes parecía un barrio de casas bajas ahora cada vez se parece más a un poblado chabolista.

Cañada no es habitable y por ello no tiene servicios públicos; no hay autobuses, la recogida de basura es dos veces a la semana (con los camiones escoltados por policía), la luz se pincha, el agua se pincha, las rutas escolares no son suficientes para el número de niños escolarizados, no hay alumbrado ni aceras, la carretera está llena de baches que nadie arregla. Como no es habitable, tampoco se sabe cuánta gente vive; no hay censo, sólo estimaciones pues empadronarse en la zona es casi imposible para muchos.

Desde enero del 2007 estoy en un proyecto que se llama “Equipo de Intervención con Población Excluida” que depende de Atención Primaria, de la Gerencia del hasta ahora Área 1 de Madrid. En ese sentido mi contrato es uno más de médico de familia y soy una más que formo parte de un equipo de atención primaria en un centro de salud “normal”.

Pero mi trabajo no es “normal” pues mi tiempo no transcurre en el centro de salud, sino siempre en la calle.

Trabajamos juntos un enfermero, un conductor y yo en una furgoneta con la que nos desplazamos por los 7 km de Cañada que pertenecen al distrito de Villa de Vallecas. Esos kilómetros los recorremos a diario para atender a la población como si se tratara de una consulta ambulante de atención primaria. Con algunas peculiaridades: atendemos sin distinción de edades, dispensamos medicación y tramitamos tarjetas sanitarias nosotros mismos.

También de vez en cuando tenemos la grata compañía de médicos residentes, que nos aportan su entusiasmo y su curiosidad y que refrescan nuestra visión ante cosas a las que nos hemos ido acostumbrando con el paso del tiempo.

El objetivo principal del proyecto es servir de puente entre la población que vive en la exclusión y la red sanitaria “normalizada”, y analizar las barreras de acceso para esta población. Una tarea aparentemente fácil. Pero yo misma todavía no acabo de entender todas las implicaciones que esto conlleva. Por eso me parece útil relatar un día cualquiera de mi trabajo.

Hoy empezamos el día haciendo la cura de las úlceras por presión de uno de los pacientes del programa de inmovilizados del centro de salud Es un paciente “nuestro” y parece lógico que nosotros nos encarguemos de este tipo de enfermos y así evitemos el desplazamiento de otros profesionales del centro de salud. Entramos en la casa como otro día más, al vernos los perros empiezan a ladrar, la familia continúa haciendo las tareas del hogar, el paciente en su cama apagándose poco a poco. Como tantos otros días pienso “¿por qué acabó aquí?”. Su mujer me pregunta por qué cada vez la ambulancia tiene que venir con la policía, si ellos no tienen nada que ver “con los de abajo”. Le explico que los servicios de emergencias lo tienen así estipulado porque han tenido algún problema en otras zonas y no quieren venir sin escolta. Muchas veces esto supone un enorme retraso en la atención. Se siente ofendida porque la tratan “como una delincuente”.

Nos despedimos hasta mañana, en que volveremos a hacer lo mismo.

Ya nos podemos ir al Gallinero, donde ahora vive la mayoría de las familias gitanas de origen rumano de Cañada. Habrá algo más de 500 personas, y como en otros asentamientos la mayoría son menores de 18 años. Aparcamos la furgoneta y unos cuantos niños vienen a recibirnos, a darnos abrazos y a enseñarnos heridas ya curadas como pretexto para subir “a la consulta” y que les hagamos caso. A veces vienen a vacunarse solos niños y niñas de 6/7 años. Hoy hay muchos más niños porque es día de huelga y no han ido al colegio.

Nosotros somos siempre servicios mínimos de nosotros mismos; no hay huelga posible, no hay posibilidad de negar lo mínimo a los que viven en la exclusión.

Se arremolina un grupo de mujeres, niños y algún hombre alrededor de la furgoneta, en el entorno que hace de “sala de espera”. Empiezan los gritos. Las consultas se realizan a todo volumen, vociferando por encima de los vecinos. Hay que darse prisa para ir descartando lo banal sin que nada importante se nos pase e intentando que el conflicto en la “sala de espera” sea el menor. Todos quieren ser los primeros, nadie puede esperar. Cuando la niña de 5 años me pide pastillas porque le duele la cabeza sobreentiendo que es su madre la que le manda a por paracetamol para ella hasta que veo los ojos febriles que me miran con cara lastimera. Una faringoamigdalitis, el colegio ha empezado y empiezan los contagios. “Ve a buscar a tu madre que te tienes que tomar un sirope” (el jarabe de toda la vida).

Mientras, mi compañero está quitando unos puntos e intentando convencer al paciente para que se vacune del tétanos y una chica de 15 años le pide un vaso con insistencia. Quiere hacerse un test de embarazo, su amiga también. Su vecina también quiere saber si está embarazada, pero muestra más temor que ilusión, su último bebé tiene sólo 9 meses. Aprovecho para ofertarle métodos anticonceptivos. Ni hablar del preservativo, las pastillas son muy caras, el DIU no sabe dónde se lo ponen y tiene demora. Y ella tiene miedo y quiere algo ya. Le propongo el anticonceptivo inyectable que le podemos poner nosotros: “¿la vacuna de no embarazo?”, “sí, eso”. Y pese a que sus vecinas ya le han contado que tendrá alteraciones menstruales y otros miedos asociados al uso de anticonceptivos como el perder o ganar peso, que la sangre se te suba a la cabeza y por esto tener migrañas, que no puedas tener hijos nunca más, o que te quedes embarazada aunque los uses, ella decide ponerse la inyección y luego ya verá.

Va pasando la gente, bebés recién nacidos, embarazadas en distintas fases de gestación, de edades muy variadas, desde los 15 hasta los 35 años, por encima de esta edad es infrecuente, hombres que se sienten con derecho a no esperar para que les tome la tensión porque les duele la cabeza. ¡Qué manía con la tensión! Todo el mundo quiere que le tome la tensión, como si certificara su buena salud, y ¿por qué habrá calado tanto en esta población a la que no llega ningún otro discurso preventivo? Si te duele la cabeza, es por la tensión, si estás cansado, es por la tensión, si tienes ansiedad, la tensión, sin duda. Nada tiene que ver que hayas arrastrado 50 litros de agua en un carrito de niño desvencijado, que no hayas podido dormir porque uno de tus 5 hijos con los que compartes habitación de cuatro metros cuadrados no ha parado de toser, que te haya llegado una carta que no entiendes lo que pone y temes que sea del juzgado de aquella vez que estabas pidiendo en el metro con el bebé a cuestas. No son estas cosas las que te hacen sentir mal; obviamente es la tensión. “Me encantaría tener una pastilla para cambiar todo esto y mejorar tu “tensión”, pero no la tengo”, pienso. “Sólo a veces encuentro las palabras o el gesto que te trasmite algo de sosiego, otras veces te enfadarás conmigo porque nunca te doy nada (y a los demás si les doy y a ti nunca nada)”.

La vivencia de la enfermedad por los pobres es como privación de algo que los demás poseen, de ausencia injusta de la salud o del remedio para estar sano.

Así pasan las horas, hoy ni nos ha dado tiempo a salir de la furgoneta, a dar un paseo para ver gente nueva, gente que no se acerca o porque está trabajando o porque no tiene nada que consultar. Vemos que hay mucha más gente que hace unos meses, que cuando empezamos a trabajar, conocidos antiguos que han vuelto, gente que no habíamos visto nunca. Al haber más gente hay más basura alrededor de las chabolas, y sólo hay una fuente de agua para todos. Pasan los años y el aspecto del poblado es cada vez peor, más sucio, más ratas, más deterioro, mayor marginación y abandono.

A veces me pregunto de qué sirve mi trabajo si no hay unos mínimos que permitan vivir de una forma digna.

A veces me parece que mi trabajo sirve de poco.

Nos tenemos que ir a otra zona, la parte donde viven los marroquíes, habíamos quedado para vacunar a un niño, tiene tarjeta sanitaria y preferiría ir al centro de salud, pero el padre se ha quedado sin trabajo y se va todos los días “a buscarse la vida” y no puede llevarlos con el coche. La madre no conduce y casi no habla español. Hace unos años apenas conocíamos a la población marroquí, iban al centro de salud sin problemas. Ahora que el paro reina en las casas, la economía no está como para visitas médicas. Así que cada vez nos consultan más, y vamos conociendo a más y más gente. Cuando vemos que es necesario, los derivamos al centro de salud y si se trata de una consulta que podemos atender y solucionar, lo hacemos.

Ya son las tres y media, el conductor empieza a mirarnos impaciente y nosotros también nos vamos dejando cosas para mañana, pidiéndoles que vuelvan, pensando por qué camino salir y las cosas que han quedado pendientes, las citas a especialistas que hay que pedir, los resultados que tengo que imprimir, esa recogida de datos que en el caos nunca encuentra su momento.

Este es el relato de un día cualquiera.

Mañana será distinto aunque haya ciertas rutinas que se repitan.

Espero que estas palabras os hayan podido aproximar a lo que hago cada día, a mi impotencia, a mi compromiso, al dolor de no saber qué hace una bien (si algo).

Trabajar de médica de cabecera en la Cañada Real es un trabajo duro.

Pero me gusta.

NOTA

En El Gallinero sólo hay una toma de agua, la gente arrastra en carritos de niños bidones con el agua para sus casas. Sus necesidades las hacen donde pueden, los niños fuera de las chabolas, los adultos intentan ocultarse. Uno de los síntomas que más me cuentan las mujeres son molestias urinarias y el otro día me preguntaba si tendría que ver con esto de hacer pis en la calle con este frío invernal…Lo de la higiene es bastante difícil en tales condiciones y por mucho que los niños vayan al cole e intenten ser uno más, van llenos de barro y algo que estigmatiza mucho más, es que huelen mal. Es difícil integrarse así, creo yo…

Madrid, España, diciembre, 2010.


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