Revista Solidaridad

El Trabajo Social ha muerto

Por Pcelimendiz

No somos pocos los profesionales que estamos preocupados por la deriva que los Servicios Sociales han tenido en estos últimos años, con un fuerte retroceso hacia formas de acción social que creíamos superadas y un protagonismo inusitado del más rancio asistencialismo y de la más retrógada beneficencia.


El Trabajo Social ha muertoPero siendo importante, siento que ese no es verdadero problema. Lo que de verdad me importa es la posición que el Trabajo Social está tomando al respecto. Y es para hacérnoslo mirar.
El retroceso del Trabajo Social en el Sistema de Servicios Sociales y en el resto de Sistemas Públicos de Protección Social es alarmante. Y no por la presencia, que también, sino por sus prácticas.
Salvo excepciones (que lamentablemente son sólo eso, excepciones), los Servicios Sociales se han convertido en una gestoría de prestaciones (la mayoría económicas). Se nos llena la boca de frases como "garantizar derechos" cuando en el fondo a lo que nos referimos es que el ciudadano reciba la mayor prestación o servicio posible de entre aquellos que regulan las dispares y complicadas normativas. Y entre las dos cosas hay una gran diferencia en la que nos vemos atrapados y confundidos.
Y en esa confusión, hemos reducido la  función del Trabajo Social a navegar por ese inextricable mundo de órdenes, normas y reglamentos contradictorios realizando principalmente unas tareas burocráticas en las que lo más cercano a funciones técnicas como por ejemplo, la valoración, es certificar la pobreza (o insuficiencia de medios económicos) de los solicitantes de las prestaciones correspondientes. Lamentable, pero cierto.
Anclados en esas tareas, hemos abandonado progresivamente otros territorios que siempre han estado ligados a nuestro ADN como profesión. Como el Trabajo Social de casos (Belén dixit), o todo lo que podamos definir como terapéutico (que cada vez más abandonamos en manos de médicos o psicólogos). O las funciones educativas y/o de acompañamiento (cuyo protagonismo está siendo asumido por educadores sociales, enfermeros...). Y  podríamos seguir.
Hemos permitido que el resto de profesiones asuman estos territorios y hemos dejado que sean ellas quienes definan el nuestro, relegándonos a esas funciones burocráticas en las que cada vez somos más prescindibles. No hemos sido capaces de defenderr la transdisciplinariedad y en este mundo neoliberal e individualista, hemos renunciado a nuestro trozo de tarta. Noble sacrificio si no fuera porque la intervención social se ha empobrecido hasta niveles insostenibles.
Progresivamente, he ido perdiendo toda esperanza de que consiguiéramos revertir la situación. E iluso de mí, confiaba que uno de los últimos bastiones era la Universidad. Quería creer que en ella, las nuevas hornadas de profesionales se estaban formando científica y críticamente, y que saldrían al dificil mundo laboral pertrechados con algunas armas para hacer frente al desafío de evitar que desaparezcamos. 
Pero escribo todo esto profundamente entristecido por darme de bruces con la realidad al saber la noticia de que alumnos del Grado de Trabajo Social en Zaragoza se han lanzado a organizar una iniciativa asistencialista confundiendo solidaridad con beneficencia. Os cuelgo la noticia, avergonzado por la imagen que transmite de nuestra profesión.
Creo que como profesión, estamos muertos. Y tal vez, como en la película de Amenabar, estemos en una realidad paralela en la que no nos hemos dado cuenta todavía.

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