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Entre el 8 y el 10 de marzo de 2012, se desencadenó en la Tierra una de las más intensas tormentas solares de los últimos años. La energía absorbida por la termosfera fue de 26.000 millones de kilovatios-hora o, lo que viene a ser lo mismo en términos consuetudinarios, la cantidad que se necesita para abastecer la ciudad de Nueva York durante dos años.
El 95% de toda esa energía se fue por donde había venido, o casi, en todo caso de vuelta al espacio, porque a día de hoy los humanos terrícolas no conocen la forma de aprovechar tales eventos cósmicos. En realidad, no saben aprovechar ningún evento natural a escalas salvíficas.
Hay otras civilizaciones por ahí fuera que sí deben saberlo, pero para que los humanos terrícolas lleguen al nivel de tales civilizaciones, sería necesaria una evolución de la conciencia colectiva que, a día de hoy, ni está ni se la espera. Al menos, algo así vienen a decir quienes se dedican a especular sobre ese asunto de la vida extraterrestre inteligente, muy inteligente. Más que la media conocida por estos lares.
Si las leyes de la física permiten un suceso, tal suceso es posible y, por tanto, especular en torno a él como algo real se convierte en una cuestión legítima. Es, de nuevo al menos, lo que el escritor Arthur C. Clarke consideró las tres leyes “no oficiales” del avance científico:
1. Cuando un anciano y distinguido científico afirma que algo es posible, es casi seguro que está en lo correcto. Cuando afirma que algo es imposible, muy probablemente está equivocado.
2. La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible.
3. Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
Dicho lo cual, en su artículo “La física de las civilizaciones extraterrestres“, el físico y divulgador Michio Kaku refiere que la Tierra recibe, según el astrónomo de Berkeley Don Goldsmith, alrededor de una mil millonésima parte de la energía del Sol, y que los humanos de la Tierra utilizan solo una millonésima de esta. De modo que consumimos alrededor de una mil billonésima parte de la energía total del Sol.
Todo esto significa que los terrícolas no pueden formar parte de las grandes ligas civilizatorias a nivel interestelar. A saber, en 1964, el astrofísico ruso Nicolai Kardashev teorizó que las posibles civilizaciones avanzadas que existan ahí fuera deben estar agrupadas de acuerdo a tres tipos, según las formas de energía que dominen y exploten: I, planetaria; II, estelar; y III, galáctica. Kardashev calculó que el consumo de energía de estos tres tipos de civilización estarían separados por un factor de muchos miles de millones.
Se trata de un método de clasificación que ha llegado hasta nuestros días bajo el nombre de “escala de Kardashev” y que ha sido perpetuado en el tiempo por grandes divulgadores como Carl Salgan y, ahora, por el mencionado Michio Kaku, el cual lo ha puesto al día con los últimos grandes avances que permite la física teórica, tales como agujeros de gusano, teleportación cuántica, viajes espaciales, nanotecnología, etc.
Los terrícolas pertenecerían a una civilización de tipo 0, fuera de la escala. Es lo que hay: derivan la energía no del aprovechamiento de fuerzas globales sino de la combustión de materia muerta como petróleo y carbón y aún no existe una conciencia planetaria necesaria para compartir tales recursos en beneficio de la supervivencia de Gaia, concepto trascendental acuñado por James Lovelock para referirse a la biosfera como un todo coherente y autorregulado, en el cual el homo sapiens se estaría comportando como un virus mortal –terminología de The Matrix— al que, habría que suponer yendo más allá de Lovelock, dicho sistema autorregulado tarde o temprano debería erradicar.
Sea como sea, el caso es que hay veces en que la enfermedad conlleva su propia cura: según afirmara otro físico, Freeman Dyson, del Instituto para Estudios Avanzados de Princeton, los humanos terrícolas deberían alcanzar el grado civilizatorio Tipo I en menos de 200 años, o se irán a tocar las narices a otra parte.
Por cosas de la necesidad evidente, una civilización avanzada debe crecer más rápido que la frecuencia con que las catástrofes amenazan su supervivencia. Por ejemplo, y según señala Kaku en el artículo arriba citado, el impacto de un gran meteorito o cometa tiene lugar una vez cada pocos miles de años, de manera que una civilización de tipo I debe dominar el viaje espacial para desviar los escombros en un marco de tiempo que no suponga un problema; las glaciaciones tienen lugar en una escala temporal de decenas de miles de años, por lo que una civilización de tipo I debe aprender a modificar el clima dentro de este marco temporal.
También hay que tener en cuenta las catástrofes artificiales e internas, que es lo que hace que la estimación de Dyson se haya quedado anticuada en virtud de los estudios realizados en las últimas décadas, algunos de los cuales señalan que la humanidad lo tendrá bastante mal, por no decir imposible, en cuanto llegue a 10.000 millones de individuos.
Una civilización de Tipo I, como se ha dicho, implica un cambio de conciencia en relación a la actual, porque ha alcanzado el equilibrio y tal. De lo contrario, no pasa del tipo 0 y se desvanece en las brumas del tiempo, y más tal. Estos asuntos recuerdan, por buscar un ejemplo que emplear al vuelo, a la clasificación de Jean Gebser sobre la evolución de la conciencia: esta nuestra comunidad global tendría una “conciencia racional-mental”, en virtud de la cual los humanos terrícolas se han separado completamente del Origen –sea lo que sea ello—, de modo que la dicha separación ha determinado una existencia que se nutre de la violencia y la subordinación de la solidaridad a otros factores considerados superiores.
Esta nuestra comunidad global, según se tiende a concluir cuando se leen ciertas cosas sobre la conciencia y sus etapas, no lo está haciendo tan mal, simplemente lo está haciendo, porque sus síntomas responden al tránsito hacia una “conciencia integral”, que es la siguiente en la clasificación de Gebser, en la que por fin se recuperará la conexión y se potenciará el aspecto espiritual y demás cosas buenas para la supervivencia de la especie.
El caso es que, uniendo todo ello al asunto aquel de los tipos de civilización, en ningún caso se garantiza el éxito del tránsito y la experiencia puede ser definitivamente traumática, tanto a nivel individual como colectivo: la acumulación de crisis es el agente natural de cambio, ya que lo viejo siempre se resiste ante lo nuevo.
El tránsito de una civilización de tipo 0 como la terrícola a Tipo I es el peor, por ser extremadamente delicado; ello se debe a que es la fase en que hay que superar el sectarismo y la falta de conciencia colectiva, y exige una evolución moral que acompañe al desarrollo tecnológico o, de lo contrario, se llega a un punto crítico de desarrollo que provoca la autoexterminación.
Precisamente, esta ha sido una de las soluciones ofrecidas a la llamada “paradoja de Fermi”, que plantea la contradicción entre la supuesta existencia de innumerables civilizaciones avanzadas y la ausencia de evidencias acerca de las mismas. Enrico Fermi era un físico que no estaba de acuerdo con la existencia de inteligencias extraterrestres, así que, en 1950, expuso la paradoja que lleva su nombre y que se resume tal que así: si los extraterrestres existen, ¿dónde están?
Que la vida apareciese en la Tierra tan pronto como las condiciones se estabilizaron lo suficiente para hacerla posible invita a pensar que a la naturaleza no le costó demasiado esfuerzo dar ese paso, reflexiona Ian Crawford, astrónomo del University College de Londres, en un viejo artículo de la revista Investigación y Ciencia.
Una vez aceptada la posibilidad de la vida en su estado básico, cabe pensar que la selección natural provocaría su evolución hacia estados más complejos y hacia la aparición de seres inteligentes.
Que ninguna civilización extraterrestre haya podido trascender la autodestrucción se antoja un panorama desolador y poco probable para algunos, sobre todo teniendo en cuenta el número de civilizaciones que han debido surgir y desaparecer a lo largo de la historia: Paul Horowitz, de la Universidad de Harvard y pionero en la búsqueda de vida extraterrestre merced al Proyecto SETI, estima que ha de haber unas mil civilizaciones avanzadas en la Vía Láctea, y que una de ellas podría estar a menos de mil años luz de nuestro sistema solar. Según explica Crawford:
Si las civilizaciones se formasen a un ritmo constante y viviesen durante un promedio de mil años cada una, tendrían que haber existido algo así como doce mil millones de civilizaciones de refinada técnica en toda la historia de la galaxia para que sobreviviesen mil. Variando los valores adoptados para el ritmo de formación y el tiempo de vida medio se obtienen diferentes estimaciones del número de civilizaciones, pero su magnitud siempre es enorme. Aquí es donde se agudiza la paradoja de Fermi: de entre todos estos miles de millones de civilizaciones, ¿no quedarán rastros ni siquiera de una sola?
Señala Crawford cuatro explicaciones para el silencio extraterrestre en un universo plagado de civilizaciones: los vuelos interestelares no son factibles; los extraterrestres están explorando la galaxia, pero aún no se han topado con nosotros; a ninguna civilización le apetece viajar lejos de su sistema; están aquí pero no quieren interferir en nuestra evolución.
Sobre la primera posibilidad, no hay ninguna ley física que impida los viajes espaciales. En cuanto a la segunda, una civilización avanzada podría cubrir la galaxia entera en tiempos “cosmológicamente” cortos: suponiendo una civilización que multiplicase sus colonias de manera exponencial e imaginando una distancia de diez años luz entre colonias, a una velocidad de crucero del 10% de la velocidad de la luz y con una separación de cuatrocientos años entre la fundación de una colonia y un nuevo avance colonizador desde la misma, se cubrirían 0,02 años luz por año. Todo lo cual significa que la galaxia entera se habría barrido en “sólo” cinco millones de años.
En cuanto al tercer punto, todas las civilizaciones llegarían a un límite que las obligaría a emigrar aunque tuvieran poca disposición para ello, pues ningún sistema solar es eterno, las amenazas de catástrofe están a la orden del día en términos de tiempo cosmológico, además de que sus recursos se agotan en virtud del crecimiento y de las necesidades tecnológicas de la civilización que lo habite.
Por último, la última explicación encuentra su analogía en la ética ecológica que ha ido creciendo en los últimos tiempos entre los humanos terrícolas con respecto al resto de seres vivos del planeta: observar y no interferir.
En fin, ¿dónde están?, ¿acaso se extinguieron o es que nunca existieron? Durante más de tres mil millones de años la Tierra estuvo habitada solamente por microorganismos unicelulares, lo que haría posible, según los más reticentes, que la transición a organismos superiores sea algo muy poco probable. Más difícil resultaría que alguno de esos organismos unicelulares desarrollara la inteligencia, pues esta obliga a la confluencia de innumerables sucesos aleatorios, como la extinción de los dinosaurios, para que otras criaturas evolucionen a seres superiores.
No obstante, todo el debate está contaminado por el inevitable sesgo antropocéntrico desde sus cimientos, desde el mismo momento en que se toma como punto de referencia al homo sapiens en cuanto que modelo de inteligencia. Concebir cualquier otro tipo de inteligencia superior permanece blindado a nuestras capacidades, tal y como señala el físico Paul Davies en su libro Un silencio inquietante.
Por ejemplo, nos pasaría desapercibida una tecnología que no esté hecha de la materia conocida, la cual sólo conforma el 4% del universo, que no tenga forma, que sea dinámica y se ajuste a todas las escalas de espacio-tiempo. O, al revés, algo cuya escala sea tan superior a la antropocéntrica que se nos escapa definitivamente.
Nuestro nivel máximo de manipulación se basa en la electrónica y en las comunicaciones nacidas de la manipulación electromagnética. Pero no son las únicas tecnologías posibles en términos universales, explica Davies.
El caso es que la capacidad de sobrevivir es incompatible con la sociedad establecida y el modo en que, dentro de ella, se aplican los logros tecnológicos. Por otra parte, nuestra inteligencia no es tanto una necesidad evolutiva como un accidente, y más circunstancial si cabe es la actual mente racional. Mucho menos racional es pensar que esa mente racional representa un nivel avanzado en el proceso evolutivo a escala cósmica; sencillamente, es lo único que conocemos y no se ha encontrado nada con qué compararla, como un pez que ignora el agua en que habita por falta de contrastes ambientales.
Michio Kaku concluye su libro Universos paralelos con los párrafos siguientes:
Estamos en plena transición histórica de observadores pasivos de la danza de la naturaleza a coreógrafos de esta danza, con la capacidad de manipular la vida, la materia y la inteligencia.
Sin embargo, este poder imponente va acompañado de una gran responsabilidad para asegurar que los frutos de nuestros esfuerzos se usen con sabiduría y en beneficio de la humanidad. La generación de humanos que vive ahora es quizá la más importante que andará jamás sobre la Tierra. A diferencia de las generaciones anteriores, tenemos en nuestras manos el destino futuro de nuestra especie, tanto si nos elevamos hasta cumplir nuestra promesa como civilización de tipo I como si caemos en el abismo del caos, la contaminación y la guerra.
Las decisiones que tomemos retumbarán durante todo este siglo. La manera en que resolvamos las guerras globales, la proliferación de armas nucleares y los conflictos sectarios y étnicos establecerán o destruirán las bases de una civilización de tipo I. Quizás el propósito y significado de la generación actual es asegurar que la transición a una civilización de tipo I sea suave. La elección es nuestra. Éste es el legado de la generación que vive actualmente. Éste es nuestro destino.
En fin, habrá que dejarlo así, con ese final abierto, tan bonito y esperanzador. Tan… imposible…