Revista Arte

El trayecto de la vida

Por Ceballos
Hoy, día de Navidad, no voy a hablaros de arte, cierto que hay alusiones al arte entre las líneas que os relato, pero hoy os voy a contar una experiencia más de la vida misma y del final de nuestro trayecto. Una experiencia que no tiene relación directa con el arte pero sí con el arte de la vida.Esta misma semana murió un buen amigo mío. Aunque hacia poco más de un año que lo conocía, habíamos entablado un vínculo entre nosotros de una fuerte intensidad.
Lo conocí en una Feria de arte en Girona, una feria de esas callejeras en las que yo exponía apuntes, mis acostumbrados gouaches y algunos óleos que pude colgar en unos plafones colocados detrás de la mesa. Se me acercó mientras yo estaba distraído arreglando unas carpetas.
- ¿A ti no te deben gustar los expresionistas alemanes, no?- me dijo con sano humor.
Yo me giré rápidamente sorprendido ante la sutileza, el punto de ironía y el conocimiento que denotaban sus palabras.
-Pues no, - le respondí siguiendo la corriente su buen sentido del humor.- no me gustan nada.
Enseguida iniciamos una conversación bien entendida por ambos, ya que como era de esperar coincidíamos estéticamente en nuestras preferencias artísticas. Hablamos de mis admirados maestros alemanes, Kirchner, Macke, Rottluff y de los alegres fauvistas franceses. Ni que decir tiene que alabó mi trabajo lo que me llenó de satisfacción viniendo de una persona instruida artísticamente como él. Habíamos iniciado una interesante conversación y aquello fue el comienzo de una amistad, motivada en parte por nuestras similitudes estéticas, pero también por aquel misterioso suceso de la buenas vibraciones que ocurre en ocasiones entre las personas.
Joan, que así se llamaba, había nacido en un pueblo del Ampurdan, en la provincia de Girona, tierra de fuerte tramontana, de paisajes llanos, verdes, rocosos, con el mar como escenario omnipresente y donde muchos artistas echan raíces para poder así dar rienda suelta a su inspiración. Era un hombre de aspecto afable y tranquilo, de fuerte complexión. Su voz era grave pero pausada y su risa le surgía con profundidad, sin estridencias, una risa sincera que transmitía una gran bondad.
Al poco de conocernos fui invitado a comer yo y mi compañera a su casa del Ampurdan. Una casa bien ubicada, de piedra recia, construida y reformada por él mismo durante muchos años y, como no, llena de sus cuadros favoritos que había ido reuniendo durante años. Ingeniero de profesión, vivía en Barcelona, pero en el Ampurdan pasaba los fines de semana con su mujer y sus dos hijos, disfrutando de la naturaleza, cuidando su huerto y recogiendo las olivas que él tanto gustaba. Como buen amante del arte, también hacía sus “pinitos” con la pintura realizando paisajes de la tierra que le rodeaba, poniéndomelos en ocasiones ante mi “experta” opinión. Puedo decir, que si bien le faltaba la soltura y el oficio que dan los años de práctica, se intuía en su pintura su amor por la naturaleza y el buen gusto innato que poseía.
Con él, y su amigo Jordi, habíamos asistido a varias exposiciones, subastas y vernisages que luego comentábamos tomando un café, pero nunca escuché de sus labios una palabra negativa para ninguno de los artistas que visitábamos; simplemente observaba y guardaba sus opiniones negativas para él haciéndonos partícipes de lo que le había agradado y de lo que había conseguido tocar su fibra interior. Tenía amigos artistas, artistas bien situados dentro de la profesión, que me había presentado con la intención de poder crear nuevos vínculos artísticos. Yo lo veía sonreír con orgullo en estas presentaciones, disfrutando del intercambio de opiniones que se entablaba entre nosotros.
La última exposición que fuí con Joan, pocos días antes de que nos dejara, fue una colectiva en la que yo participaba con uno de mis gouaches. A propuesta de él, yo había cedido una obra para Art Solidari, una plataforma que realiza exposiciones para luchar contra el Sida. Como era habitual Joan asistió, con el mismo optimismo y el mismo disfrute de siempre, aun a sabiendas de que pocos días después era sometido a una arriesgada operación quirúrgica para extraerle un mal que se había alojado en su cerebro y que, entre otras cosas, ya le había causado una pérdida parcial de la visión. Su temple, su valor y su alegre estado de ánimo, en momentos tan duros, me dejó lleno de admiración; y es que era un hombre que gozaba con las cosas de la vida, en este caso era la exposición, y aparcaba los problemas, al menos exteriormente, para afrontarlos con decisión posteriormente. Comió con disfrute los buenos canapés del vernisage, me felicitó por la venta de mi cuadro y me dió una chapa de tapón de cava para dársela a un colega pintor, que él mismo me había presentado, y que coleccionaba estos curiosos objetos. “Dáselo tú a Pere que yo quizás no pueda”- fueron las palabras que me dijo. Fue la última vez que lo ví. Nos despedimos con un fuerte abrazo y lo vi marchar con su imponente cuerpo pensando que efectivamente podía ser la última vez que lo veía.
Volví a hablar por teléfono el mismo día que lo ingresaban en el Hospital. Me volvió a felicitar por la venta de mi cuadro, que por error había sido vendido dos veces, y bromeamos sobre el asunto. Ya estaba preparado para afrontar con valentía la lucha contra el destino. Fue la última vez que hablé con él.
Hoy, día de Navidad, estoy escribiendo estas líneas, no con la intención de causar tristeza, sino para homenajear a la vida. Quizás uno se da cuenta ante estos sucesos de lo efímero de la existencia, hoy estás y mañana no, todos tus proyectos borrados de golpe y dejando detrás tuyo seres queridos con un gran sufrimiento. Entonces uno se da cuenta de que cada día que pasamos aquí es un regalo, que hay que realizar el viaje de la vida disfrutando del paisaje, que las verdaderas cosas que se han de valorar no son aquellas que engordan nuestro ego, sino aquellas que con su simpleza nos hacen gozar de la vida, aquellas con las que uno se siente bien interiormente, aquellas que te enriquecen el alma y el intelecto, en definitiva aquellas que te han permitido tener una vida intensa. Y si con ello has conseguido dejar un buen recuerdo y hacer más agradable el trayecto, a los que han viajado contigo y que aun no se han apeado en la última estación, uno puede darse ya por satisfecho. Estoy seguro que Joan así ha hecho el viaje de su vida.

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