Revista Sociedad

El tweet más perfecto de la (pre)historia

Publicado el 02 abril 2013 por El Patíbulo

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Publicado el 2 abril, 2013 | por Antonio Cruz

Es evidente que las nuevas tecnologías y las redes sociales tienen casi más aspectos negativos que positivos, aunque no será este artículo el que los enumere. Soy de esos que siempre está pensando en hacer un fastuoso “suicidio” o haraquiri virtual y mandarlo todo al garete, pero precisamente cuanto más meditaba al respecto y parecía cercano a tal menester, voy y me hago miembro de otra red social. No hay remedio.

De entre los aspectos positivos de las redes sociales el que más me agrada y me fascina es la imaginación que pone el personal para en apenas una docena de palabras sintetizar un pensamiento, una sensación o el mayor de los hartazgos, y el ingenio que muchos ponen en ello es más que meritorio. Otros, en cambio son causantes del intensísimo dolor visual que conlleva toparte a quemarropa y sin aviso con una docena de faltas de ortografía y seguir tan anchos, algo que ya metidos en harina destacar que también sucede de manera dolorosa en el subtitulado de películas de TV –y desde aquí hago un llamamiento desesperado– acompañado de una ristra de las faltas tipificadas como graves (ausencia o intercambio de haches, bes, uves) con las que al terminar la película dan ganas de tomarse un analgésico.

Entre los autores exógenos al llamado boom latinoamericano y que fue capaz de sobrevivir fuera de la bestia destaca el guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003), exiliado en México desde 1944 y fallecido hace ahora diez años. Mucho antes de que existiera Twitter, Facebook o cualquier red social Monterroso ya twitteaba, dejando para la posteridad el más perfecto tweet de la historia, cuyo título (El dinosaurio) ya ocupa casi un tercio del total de la “obra”: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Este es no sólo el argumento de este microrrelato, también la introducción, el nudo y el desenlace; los críticos y exégetas literarios aún se flagelan y martirizan preguntándose el significado de tan enigmática historia, aunque todo indica que hace referencia al PRI, el partido político mexicano. De Monterroso también se puede y debe destacar –en el relato hiperbreve– La oveja negra o El eclipse.

Inmersos en una época de prisas, de sintetizaciones, de fast food, de Thermomix y de aquí te pillo aquí te mato; en estos tiempos de minimalismo que aboca sin remedio al animalismo, la micronarrativa ocupa un lugar privilegiado en la literatura. Ya no es necesario llevarse el Quijote al metro o al autobús con la incomodidad y el miedo a extraviarlo; ya se puede coger el móvil o Twitter y leer grandes “obras” en escasos segundos: en el tiempo que sube el ascensor al quinto o lo que dura una necesidad fisiológica de grado II se puede haber leído el excelente relato de un literato importante y sentirnos satisfechos. Kafka ya hizo uso de la micronarrativa, y Borges, y Max Aub en sus deliciosos Crímenes Ejemplares, por lo que el que aduce falta de tiempo para leer es además de un vago un mentiroso.

Uno de los aspectos positivos del relato corto, el muy corto, el cortísimo, el hiberbreve, el bonsái, el microrrelato, la micronarrativa en general y en estos tiempos el cibertexto es que algunos de los que circulan por la red poco dados a la lectura podrán escribir con orgullo en la puerta del váter de la discoteca: “Yo me leí un libro”. (Se constata que no ha sido tanto el fallo del sistema educativo como la total inoperancia del u virtual que por desgracia también llega a ser real.) Aquí van 15 suculentos microrrelatos para iniciados.

Y ya enfocado a un nivel avanzado me veo en la imperiosa necesidad de recomendar Mi padre y yo. Un western, de Juan Manuel Gil, una sucesión de hilarantes conversaciones a modo de microrrelato que como su nombre indica va en la línea del pim pam pum de las películas de vaqueros, quizá más spaghetti que clásico, más cercano a Francesco Nero que a John Wayne, más Tarantino que Ford, pero con mucha dinamita, como la que le gustaba a Leone. Desarrollado inteligentemente, posee altas dosis de humor, es divertido y enormemente relajante; y eso sí, al acabarlo las manos te huelen a pólvora. Me ha fascinado el contenido, pero también el guiño bibliófilo-maniático (y satánico) de hacer una tirada de 666 ejemplares, y yo que peco un poco de todo ello me he lacerado en busca del demoníaco número aún sabiendo que el susodicho ya tendría dueño. Alguno puede incluso ser capaz de decir: “Este libro también me lo leí”. Eso sí, llegados a este nivel ya no será publicándolo en la puerta del váter de la discoteca.


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