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Lo habían escuchado gruñir, no sabían a ciencia cierta de dónde venían los rugidos; algunos campiranos creían que de lo alto del cerro, otros de una profunda cueva que servía de refugio a la fiera. Muy pocos podían presumir de haberlo visto y, esos pocos decían que era un enorme tigre, de manchas negras y muy hermoso. Los más enterados lo llamaban jaguar; el mayor felino de América; animal muy fiero y peligroso.El tigre, era poco sociable; en tiempos pasados abundaban por la región y la gente los cazaba por pura diversión, aprovechando también la piel que era muy cotizada. Pero ahora, parecía que se habían extinguido, hacía tiempo que la gente había dejado de verlos y oírlos. El jaguar que rugía, era una novedad, una rareza, posiblemente el último de su especie. Al principio su rugido se escuchaba ocasionalmente, causando asombro en quienes lo escuchaban; pero ahora era diferente, el animal rugía todo el tiempo, un rugido que detenía al caminante y lo obligaba a tomar precaución. El rugido era desesperado, no de bestia herida, un rugido inmenso que buscaba traspasar la montaña.Los hombres escuchaban su rugido, arqueaban las cejas y maquinaban ideas; salían en su busca cargando armas que lo hacían sentirse invencibles; temerarios se sumergían en el umbrío bosque o en la oscura noche; sus perros ladraban y olisqueaban y, cuando el rugido agitaba el aire, gemían temerosos.El jaguar estaba solo, su potente rugido no alcanzaba a salvar las grandes distancias de la montaña, para llamar a la hembra que necesitaba; pronto la tristeza lo invadió, su llamado carecía de respuesta alguna, y entonces nada era importante, ni sus dominios, ni la presa que lo alimentaba.Una tarde los hombres volvieron eufóricos, daban gritos de júbilo y festejaban. La carreta rechinaba presadamente, sobre ella reposaba el enorme cuerpo, el bello cuerpo del fiero animal. La sangre cuajada y terrosa manchaba el rosado pelaje de rosetas negras mancillado por las balas.
Llegaron al pueblo como héroes, la gente los recibía admirada, aplaudiendo la hazaña; pronto la hermosa piel exánime colgaba de un árbol, la cola arrastrando por el suelo, inanimada y sin dignidad; su carne hervía en un cazo para ser degustada como exquisito platillo. Su hermosa y temible cabeza, en manos de los chiquillos que jugaban con ella, como si de un juguete se tratara.
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