“Hijo, ¿Has visto lo que le hace esto a un hombre? Le abriría un agujero de quince centímetros a tu padre.”
En 1990, Kevin Costner pegó el pelotazo con “Bailando con Lobos”, una película dirigida por él que retrataba cómo un hombre blanco se perdía entre los indios Sioux, hasta el punto de enamorarse de ellos y de su cultura, dándonos la oportunidad de poder ver a los pieles rojas como los buenos del western por una vez. El éxito y la popularidad de la película son tales que desde entonces, todo film de un hombre blanco perdido en un entorno desconocido cae en el tópico de ser enfrentada con ella. De ahí que “El último Samurái” sea tan comparada con la anterior y también, que el título de esta reseña sea “Bailando con tigres”.
La cultura japonesa despierta mucho interés en la sociedad occidental, por su belleza y carácter exótico, aunque a día de hoy es uno de los países más extraños del mundo. En el Japón actual, modernidad y tradición han encontrado un extrañísimo equilibrio en el que los rascacielos comparten cimientos con casuchas de madera y donde la gente viaja en metro portando katanas como si fuera (y en cierto modo, lo es) lo más normal del mundo. El manga y el anime son las muestras más claras de su cultura y las que más fácilmente llegan al público occidental. Los Otakus, los frikis de los cómics y los dibujos animados japoneses, son grandes consumidores de una parte tal vez no realista de su forma de vida, pero por regla general la sensación que transmiten los japoneses es la de voraces consumidores económicos con un pasado feudal y guerrero que nos parece muy atractivo.
En el año 2003, dos películas se estrenaron casi de forma simultánea. Una de ellas era ‘Zatoichi’, dirigida por Takeshi Kitano y que contaba la historia de un samurái ciego, un personaje muy famoso en Japón. Y la otra, ‘El último samurái’, una coproducción americana protagonizada por Tom Cruise que es la que vamos a analizar un poco ahora. Ambas películas son muy diferentes tanto en medios como en historia y conceptos, y por supuesto fue la gran superproducción de Cruise la que se llevó todo el dinero. Tal vez porque trataba un hecho más universal, el del fin de una época y del romanticismo, conceptos que siempre saben cómo tocar la fibra sensible del público.
Nathan Algren es un soldado americano, veterano en la lucha contra los pieles rojas, que es contratado por el gobierno de Japón para ayudar en la modernización de su ejército. Japón quiere entrar de lleno en el nuevo mundo y despegarse de una cultura que a muchos se les antoja arcaica y hasta vergonzosa. No entiendo mucho de historia nipona aunque hay material de sobra en el que merece la pena perderse, así que lo resumiré lo mejor que puedo diciendo que había un gran interés por el cambio, por occidentalizarse, por abandonar los kimonos y enfundarse los trajes con chaqueta. Soldados americanos para entrenar jóvenes tropas reclutadas es una idea posible y hasta bastante creíble. Y ya desde el principio nos cuentan que esta modernización significa el fin del feudalismo y, también, de los samuráis, quienes se oponen al cambio y piensan que la transición se está llevando a cabo demasiado deprisa. Podemos ver esos detalles en las imágenes de tropas ordenadas y bien vestidas, como soldaditos de plomo que se alinean hasta el infinito, claros ejemplos de una revolución industrial que se está imponiendo demasiado deprisa y para la que la gente tal vez no esté acostumbrada. El tendido eléctrico, en precario equilibrio sobre las casas clásicas y muchos ejemplos más son la muestra de una película que se toma los detalles muy en serio y que tiene en la fotografía y escenografía uno de sus puntos fuertes.
Cuando Algren entra en contacto con los samurais, se los ve al principio entre nieblas y como formas difusas, para darnos a entender que son algo etéreo e impreciso que no entendemos por completo. Son más una imagen y un concepto que una realidad en el pensamiento colectivo, de ahí que esta película sea muy interesante al intentar meterse en su mente. Los samuráis son muy diferentes al ejército modernizado, más individualistas y donde cada armadura está muy detallada. Es una gozada verlos moverse y pasear por la pantalla, como enormes soldados que eclipsan a regimientos enteros. Los cañones se nos antojan muy diferentes y menos poéticos, y al fin y al cabo es de lo que esta película trata.
Por supuesto, Algren es tomado prisionero y llevado al centro de un poblado samurái donde conoce a Katsumoto, el líder de la resistencia contra el Emperador y su principal enemigo. Y es aquí donde el hecho de que sea un hombre blanco queda explicado. Se necesita alguien como el personaje de Cruise, como el de Costner o incluso el de Sam Worthington en Avatar para poder introducirnos en su cultura, necesitamos un testigo de nuestra forma de pensar, la occidental y mayoritaria, para poder servir como nuestros ojos y tener una excusa para explicarnos poco a poco una forma de vida desconocida para nosotros. De otra forma, como en Zatoichi, donde el público objetivo es japonés y ya está familiarizado con su pasado, no se toman estas consideraciones. Toda película que quiera entrar en una minoría utilizará un hombre blanco para hacerlo de forma gradual y entendible para los profanos, es un tópico del cine Hollywoodiense.
Como lo es, por supuesto que Cruise se acabe convirtiendo en la mano derecha de Katsumoto, y un firme defensor del estilo de vida samurái. Lo cierto es que los vemos más leales, menos corruptos que los políticos occidentalizados que intentan llevar a Japón por la senda de la modernidad, y que fue realmente lo que pasó. El mundo feudal, idealizado, por supuesto, nos muestra pasajes más naturales, de colores vívidos y gente preocupada por alcanzar la perfección, mucho más emocionales que los políticos. Cierto es que parecen reprimir toda emoción debido a su tradición, la misma que hace que parezcan maniquís inexpresivos.
La historia de amor con Taka, o el récord de primeros planos de Cruise en esta película también nos dejan claro que es una película en la que el actor principal tiene tiempo y espacio de sobra para lucirse. Desde su moralidad, su exquisito gusto, su talento con la espada y su heroica carga final contra el ejército imperial, y que a muchos se les hace insoportable porque Tom Cruise es casi una parodia de ser humano, más que un actor. Cuando alguien en su posición es más conocido por sus problemas maritales o por su afiliación a la iglesia de la ideología, cuesta mucho ver sus películas sin pensar en él como caricatura en vez de cómo actor y personaje. Es lo que más lastró a esta película en su momento, tanto, que incluso cuesta que muchos acepten sus grandes virtudes. Se trata de un film para recordar, romántico y de una cuidada factura técnica, poseedor de una banda sonora vibrante que queda genial en algunas escenas. Sólo si alguien tiene horchata en las venas no se emocionará en la escena en la que Cruise recibe una paliza bajo la lluvia, y donde aun así se niega a soltar la espada, demostrando que tiene mucho más valor de lo que cabría esperar, o la carga final, hasta el momento donde la terrible verdad se desvela sobre el público, y cuando los nuevos cañones automáticos destrozan los restos de la cultura feudal japonesa. Es el fin de la individualidad, la imposición de un sistema sin alma y brutal que pasa por encima de todos, la victoria del que tal vez menos se lo merezca, pero está mejor posicionado, el fin del romanticismo y de los héroes, el fin, también del último samurái, que muchos aún piensan que sigue refiriéndose a Tom Cruise.
Mucho más impactante que Avatar, que presumió de multimillonaria campaña de promoción, con una cultura real y famosa, pero tergiversada y poco conocida, “El Último Samurái” es una película menospreciada por los excesos de su estrella protagonista, disfrutable y entretenida, superior a la media y poseedora de un increíble aspecto visual.