Nuestro mundo contemporáneo ha venido asistiendo, desde el pasado siglo, al progresivo debilitamiento y final disolución de casi todos los tabúes, o sea, de casi todo lo que antes se consideraba prohibido o de lo que era de mal gusto hablar, ver o pensar; tabúes, por ejemplo, tan arraigados y ancestrales como el de la sexualidad, algo de lo que ahora, en cambio, no se quiere parar de hablar, ni de ver, ni de pensar, incluso con exceso. Sin embargo, hay uno, tal vez el último, que aparentemente sigue tan fuerte, tan vigente y efectivo como siempre.
Ofelia de John Everett Millais
Nuestro mundo contemporáneo ha venido asistiendo, desde el pasado siglo, al progresivo debilitamiento y final disolución de casi todos los tabúes, o sea, de casi todo lo que antes se consideraba prohibido o de lo que era de mal gusto hablar, ver o pensar; tabúes, por ejemplo, tan arraigados y ancestrales como el de la sexualidad, algo de lo que ahora, en cambio, no se quiere parar de hablar, ni de ver, ni de pensar, incluso con exceso. Sin embargo, hay uno, tal vez el último, que aparentemente sigue tan fuerte, tan vigente y efectivo como siempre. Es algo de lo que evitamos hablar, de lo que procuramos no ver y en lo que no queremos pensar: es la muerte. (Puedo comprender, pues, la extrañeza del lector y su posible desagrado al encontrarse con este artículo que se propone hablar de lo que tal vez menos le guste).
La ciencia, la economía, la moral o la política trabajan unánimemente, con coraje y firme decisión, para mantener este tabú y reforzarlo. Por ejemplo, la ciencia ha creado procedimientos asombrosos y muy loables para combatir la enfermedad y prolongar la vida humana, pero los lleva también, incluso con orgullo tecnológico, a prolongarla indefinidamente incluso cuando sólo es ya vida vegetativa sin esperanza, o sea, cuando ni siquiera es ya prolongación de la vida sino del coma. La economía defiende con la misma firme decisión esta estrategia pues son, sin duda, muy rentables para algunos estos muertos vivientes sin vida cerebral, enchufados a carísimos aparatos que respiran por ellos y hacen latir su corazón por ellos. Para la actual economía hospitalaria, médica y farmacéutica son rentables la sobremedicación, el sobrediagnóstico y la excesiva obsesión de las personas por no caer enfermas, por lo que le beneficia el miedo y el horror ante la idea de la muerte. En cuanto a la moral, apoya y respalda estas actitudes sumándose con ahínco a la defensa de la vida como valor trascendente y absoluto, lo que en buena lógica significa negar la muerte como algo que nunca debería tener derecho a ser. Se fomenta y se difunde con todo ello el miedo a un hecho que tendría que ser visto, apreciado y sentido como el fin natural de la vida. Por último, la política se alinea también con los que obtienen réditos de este tabú y legisla aprobando, por ejemplo, una ley de eutanasia que convierte la decisión de suicidarse en facultad de un interminable cortejo de personajes extraños, en un auténtico calvario burocrático exigiendo la acreditación del cumplimiento de una serie de condiciones sumamente excluyentes, en vez de respetar, proteger y favorecer la libre decisión del individuo sobre su propia vida cuando ya considera imposible vivirla con dignidad. En fin, legisla para impedir la muerte digna y libre.
Pero, ¿y el arte? ¿Cómo se comporta el arte actual frente al último tabú? Por su talante predominantemente irreverente e iconoclasta no respeta el tabú sino que lo expone, lo muestra, lo representa, llama la atención sobre él y lo trae a la presencia. Pero no lo hace con el propósito de posicionarse críticamente frente a él y denunciarlo, sino para reconvertirlo en exponente agrandado de la negatividad de su contenido, y de este modo mantenerlo intensificando en los espectadores el temor y el pesimismo que la muerte genera. Algunas manifestaciones del arte contemporáneo se enfrentan con la muerte, por ello, con excesos figurativos, exageraciones y desmesuras temáticas llevadas a extremos difíciles de imaginar, como vamos a ver enseguida. En ellas toma claramente partido por nuestra inexorable condición mortal, en la que se centra para polarizar la atención sobre ella y convertir en emoción estética la depresión, el pavor y la intimidación que sentimos ante la perspectiva de nuestro desmoronamiento y autodisolución corporal y mental. El sentido de la mostración de la muerte en estos artistas parece ser así el de transmitir el mensaje de que la destrucción, la pérdida, la descomposición, el caos en definitiva, es el único y definitivo orden de la existencia. Un mensaje cuya gravedad justificaría lo excesivo y lo esperpéntico de su representación.
Sólo como muestra, he aquí algunos ejemplos. Dieter Roth, artista suizo del pasado siglo, presentó en una performance, como su última obra de arte, un libro impregnado de una mezcla de flan echado a perder y orina. Este libro así descompuesto estaría destinado a contagiar su podredumbre y destruir librerías enteras y bibliotecas. Además de atentar contra el olfato de los espectadores y producir en ellos el asco y la repugnancia insoportables que pueden sentirse ante este objeto putrefacto, lo que en realidad se pretende más directamente no es otra cosa que inducir al espectador a relacionar su efecto con la descomposición cadavérica. No sólo se sitúa, pues, este arte en la antítesis extrema de los valores estéticos, por ejemplo, del arte clásico antiguo, que trataba de presentar la belleza, la armonía de la naturaleza y el esplendor de la vida buscando suscitar en el espectador el gozo, la admiración y el amor al hecho de vivir, sino que gira hacia la experiencia de una sensibilidad opuesta, la de la negación de la vida, y el terror y el asco ante la muerte.
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Banksy, el artista que oculta su identidad real, famoso por sus graffitis, vendió en 2018 una obra titulada Girl with balloon por más de un millón de libras que se autodestruyó, inmediatamente después de ser subastada, por una trituradora programada e instalada en la parte inferior del marco. ¿Qué vendió Banksy, en realidad, con este montaje? Pues, sin duda, una representación de lo efímero, caduco y evanescente, la experiencia de un deseo vivo en la mirada que, sin embargo, mata el inane objeto de su deseo. Ben Vautier, cuyo lema era que todo arte debía significar un choque y ser nuevo, y cuya última exposición en México en 2022 se titulaba La muerte no existe, solía acompañar sus obras plásticas de frases provocadoras. Este artista de vanguardia escribió una obra de teatro, Dinamita, cuyo guión sólo tiene estas pocas líneas. Dice así: “Telón.- Entra un actor que lleva en la mano un gran cartucho de dinamita con una larga mecha. Le prende fuego y espera sentado en una silla en medio de la escena. Cuando la llama alcanza el cartucho todo salta: el actor, el cartucho, la sala, el público y el teatro. Telón”.
Otro artista, Michel Journiac, exponente del llamado art corporel, un tipo de arte que se centra en la representación del cuerpo, es famoso por su Messe pour un corps, la performance que parodia un funeral católico en el que el artista, que actúa como sacerdote, ofrece para comulgar trozos de morcilla hechos con su propia sangre. Pues bien, este artista ofrecía un contrato a los espectadores de sus obras en el que él se comprometía, si le entregaban cada uno su propio esqueleto, a hacer de él una obra de arte pintándolo de blanco y oro. El contrato tenía sólo estas dos cláusulas: “Primera, sobre el objeto: su esqueleto será laqueado en blanco y oro. Segunda, sobre las condiciones: primera condición, ceder el cuerpo. Segunda: morirse”.
Es evidente que todos estos artistas desarrollan una concepción irónica de la existencia humana pero que se caracteriza por estar presidida por la intención de subrayar su carácter inconsistente, insignificante, carente de valor. Por ello rechazan la perdurabilidad de sus creaciones artísticas impregnadas de histrionismo, crueldad, arbitrariedad y activismo anarquizante. Podría, pues, considerarse el estilo más propio de estos artistas como el estilo de la destrucción, con el que se trata de representar la omnipresencia dominante del proceso de la muerte como autodisolución que hace de la nada la esencia de todo lo vital y existente. Y éste es el proceso que se muestra a través de realidades concretas tangibles y presentes: el libro podrido y hediondo, el teatro que salta hecho trizas, etc. Y, no obstante, todas estas producciones tienen algo que nos atrae e incluso nos fascina.
Se podría poner en relación con esta idea también cierto uso de la abstracción en algunos representantes actuales de las artes plásticas, cuando la emplean como desenfoque de la realidad visible a través de la negación de los objetos, huida del objeto imponiendo su negación parcial o total. En sus cuadros, grabados o esculturas asistimos a la destitución de la imagen concreta incluso de manera cruel, al maltrato de las formas, al descoyuntamiento de las figuras, como llevados de un impulso de lucha contra lo vivo, de no aceptación de los procesos biológicos naturales. Se trabaja, en multitud de modalidades, en la descomposición de la realidad, en el desplazamiento de la forma visual, en atentar contra el sujeto, en empeñarse en desintegrar totalmente la presencia y la belleza de los objetos conocidos como llamando la atención, de una manera más o menos consciente, sobre su esencial condición de apariencias en descomposición, especialmente en los seres humanos, pero igual en las naturalezas muertas y en la representación de acontecimientos, escenas o retratos psicológicos. Es preciso descubrir nuestro verdadero mundo en el que sólo pululan máscaras, fantasmas, sombras, nada.
Parece como si el libro podrido y descompuesto, el esqueleto grotescamente laqueado, el imposible drama de la dinamita, o los jeroglíficos de la abstracción ocultasen en su trasfondo la cifra de un secreto no pronunciado, el enigma que así se nos vuelve transparente a través de imágenes y acciones que suprimen o evitan el concepto y la palabra que fijan y estabilizan. No es posible una formulación racional de la muerte, sino que es algo que en cada momento se experimenta, se sufre y paradójicamente se vive. Y lo que estos artistas pretenden, incluso si no es esa su intención consciente, es obligarnos a vivirla, aunque sea en esa forma tan insólita, inaudita e incluso disparatada con la que nos enseñan que el caos de la destrucción y la descomposición es el auténtico orden de lo existente.
Y, no obstante, es muy posible que, tras el asombro que estas obras de arte provocadoras despiertan en el espectador, se sienta enseguida hacia ellas cierta admiración e incluso cierta fascinación que incita a fijar la atención una y otra vez en la representación. Hasta es posible incluso, y bastante frecuente, que estas insólitas representaciones nos atrapen por la fuerza fatal de la distorsión y el caos ante el que nos sitúan, y cuya violencia nos empuja a percibir nuestra propia experiencia interna del caos como subversión de todo orden establecido, como resistencia última a lo antinatural convertido en natural, siendo eso lo que de inmediato nos desconcierta al mismo tiempo que nos alucina.
La contemplación de las obras de arte de estos artistas, el efecto sobre nosotros de su histrionismo y su efectismo nos trasporta, en suma, a la vivencia del absurdo: lo que cotidianamente tenemos por estable, objetivo, consistente se nos revela como un mundo fantasmal poblado de sombras evanescentes. Vemos el mundo al revés, el mismo que vemos y sentimos con angustia cuando asistimos al desmantelamiento del orden social e institucional por la furia destructiva de los tiranos demoníacos, o el que valoramos como suspensión del orden creado por la civilización para protegernos de los poderes amenazadores de la naturaleza, sólo que en este caso se nos concreta en la sensación sublimada del quebrantamiento de los cuerpos y las vidas que se deshacen, y que en ese deshacerse se llevan consigo al espíritu. Es el puro absurdo. Donde antes había algo vivo, productivo y autónomo ahora no hay nada que no sea la dinámica del caos.
Self 1991 de Marc Quinn disponible en marcquinn.com
Consecuencia: se ha de venerar el absurdo, pues él constituye la única esencia visible en la que todas las dinámicas, edades e impulsos confluyen. La presencia es presencia de la ausencia, del caos de la descomposición, de la nada. Y este es el único y verdadero orden. Reaparecen de pronto, ante nosotros, llevados de la mano de estos temerarios artistas, los viejos motivos penitenciales de la religión cristiana: todo en este mundo no es más que fugacidad, disolución, muerte, polvo, ceniza, nada. Después de un enorme rodeo de siglos, resulta que las audacias ultravanguardistas y ultramodernas de este arte llegan a la misma vieja estimación nihilista de la vida. Bajo el escándalo y la irritación figurativa susurra de nuevo, sólo que de forma sarcástica, la desconsolada desesperación ante la muerte estimulada por la misma enseñanza de la religión.
¿Pero ha de aceptarse esta enseñanza y este mensaje como la única verdad de nuestra existencia? No sabemos lo que es la muerte ni su ineludible efecto sobre todo lo viviente. Pero si miramos a la historia del arte podemos encontrar en ella propósitos e intenciones distintas a la hora de afrontar su misterio y su enigma. Frente a la enseñanza desconsolada y nihilista de las formas de arte que hemos comentado, podemos encontrar muchas otras en las que, desde una apreciación de la vida y desde una moral bien distintas, el exceso figurativo y la desmesura imaginativa obedecen abiertamente a un impulso constructivo e incluso triunfal respecto a la vida. Podríamos decir entonces que en los artistas que hemos analizado, la desmesura y el exceso no son tanto imaginativos cuanto puramente tácticos y sarcásticos.
Si utilizamos la terminología freudiana, podemos distinguir entre obras de arte creadas desde una pulsión de vida (Eros) y obras que brotan y se configuran desde el impulso de muerte (Thánatos). Nuestras reacciones ante las obras de arte que ensalzan la vida, su gozo y su disfrute son reacciones vivísimas de goce estético, de enriquecimiento de la propia personalidad y de la propia vida a la que llenan de felicidad y la bendicen. Para los antiguos paganos la disolución de lo vital por obra de la muerte era nada más que apariencia engañadora, pues aprendían que esa disolución no era, en su realidad más profunda, sino un itinerario de retorno, de vuelta, que tenía su conclusión en el tránsito de la muerte. La muerte era así comprendida como la reinmersión final de la gota en la inmensidad del mar, la reincorporación en el Todo de lo que se hizo al nacer separado e individual. Ese momento lo veían como aquél en el que el alma está más viva de lo que lo estuvo en todo su deambular por el mundo, pues es cuando se abre y acoge en ella la inmensidad de la fuerza creadora que retorna una y otra vez por toda la eternidad, creando sin cesar nuevas vidas y nuevos mundos. Por el contrario, los artistas comediantes que hemos recordado no piensan en la positividad última de la vida. Se limitan a ver y a denunciar el momento regresivo exclusivamente, subrayando en él la deformación de la belleza, el derrumbe de las estructuras del orden de la vida y de la cultura, la rigidez de la vejez, la insufrible fealdad de la descomposición y la desaparición definitiva de la autonomía de lo individual.
El otro tipo de artista, en cambio, es el que, aspirando con profundidad a la belleza, la genera; el que permanece arrobado ante un mundo inventado y soñado, ante el mundo de las formas bellas como redención del destructivo e inexorable devenir; el que entiende y siente ese devenir, incluyéndose a sí mismo, como la furiosa voluptuosidad del creador que al mismo tiempo conoce la ira del destructor. Antagonismo, por tanto, de dos experiencias y de las pulsiones que están en la base de cada una de ellas: el artista que se entrega gozosamente al devenir y a la voluptuosidad de hacer-devenir, es decir, del crear y destruir, y su oponente, que gime y rabia porque quiere que la apariencia individual sea eterna. Ante la experiencia del sufrimiento y la desesperación de nuestra contingencia y transitoriedad, el artista que crea desde el impulso de vida ofrece su arte como liberación y redención en el gozo de lo no real, o sea, de la forma bella estabilizada en la obra de arte y propuesta como consuelo metafísico de algo no afectado por el tiempo. Trata de crear, de este modo, como una especie de bóveda protectora bajo la que pueda prosperar lo que vive y crece. Considera que sólo estéticamente habría una justificación metafísica del mundo, mientras el segundo tipo de artista permanece en el contexto mental de una justificación cristiano-moral del mundo que lo condena como cruel, injusto, perverso y malo.
Este último tipo de artista sería aquél, en suma, al que su gran insatisfacción consigo mismo le vuelve creativo. Lo productivo en él sería justamente la carencia de un tipo fecundo y noble de hombre: el histrionismo de sus medios, la inautenticidad de sus motivos, la falta de probidad de su formación artística, abocan a la abismal falsedad de su arte, que sólo aspira a ser esencialmente un arte de comediante. Es el artista que predomina en lo que desde Hegel se llama la época del agotamiento y el fin del arte. Sólo se es capaz de atender al cuerpo como autodisolución y podredumbre, sin prestar atención al cuerpo como organización y obra de arte él mismo que se da a luz a sí mismo.
El nacimiento de Venus de Botticelli
Por el contrario, las obras de artistas apoteósicos como fueron Homero, Miguel Ángel o Rubens expresan una gran riqueza de experiencias anímicas referidas a todo el espectro que va desde lo más grande a lo más pequeño y refinado. E impactan, no obstante, por los firmes contornos de su visión, por la intensidad, la coherencia, la lógica interna de su sueño, por la profundidad de su meditación y, en suma, por la magnitud sobrehumana de sus concepciones y diseños. Producen así imágenes de la vida realzada y triunfante. Su fuerza transfiguradora logra poner en las cosas una cierta perfección como belleza. «Bello» es lo que tiene el efecto de encender el sentimiento de placer; piénsese en la fuerza transfiguradora del «amor». El suyo es, en consecuencia, un arte como libertad respecto de la estrechez y la óptica cristiano-morales; o como burla de éstas. Ven la naturaleza como realidad en la que su belleza se acopla con lo terrible. Es, en suma, la antítesis del artista que reproduce en sus obras la posición nihilista frente a la vida, y, por tanto, la necesidad de lo mórbido, de lo brutal y de lo digno de lástima.