© Pedro Jaén
(@profesorjaen)
Que el lenguaje construye y modifica la realidad no es nada nuevo, y su uso sectario intencionado por parte de políticos populistas y nacionalistas, por desgracia tampoco.
Sin embargo, a pesar de ser algo tan antiguo como el Primer Libro de Moisés, no deja de sorprenderme. La facilidad con que los autoproclamados “antifascistas” llaman “fascistas” a los que defendemos la libertad y la democracia o la rápida colocación en la frente del adversario -convertido en enemigo al que hay que destruir- de la etiqueta de “machista” es apabullante. Los “Hitler” de nuestro tiempo se autoproclaman “antinazis”, de modo que obtienen así licencia para insultar o hacer cualquier tropelía.
El lenguaje es tan poderoso que puede tergiversar la realidad hasta el punto de que una comunidad autónoma en quiebra y varias veces rescatada por España vaya de víctima, y España de “Estado opresor”. Eso, por poner otro ejemplo.
Pero si poderoso es el lenguaje, más debe serlo, precisamente, la formación en valores que es la que filtra lo objetivo en el sujeto. Donde uno ve un crimen o un delito, otro puede ver una necesidad legítima de defensa. Donde unos vemos una Constitución que defiende nuestra libertad, otros ven un obstáculo. Pobrecitos, cuando en realidad el obstáculo lo tienen en la cabeza desde chiquititos, inmersos en un lenguaje de ficción constante.