Georg Christoph Lichtenberg, científico alemán que vivió durante el siglo XVIII que se caracterizaba por su visión satírica e irónica de la vida que reflejó en varios aforismos que fueron publicados después de su fallecimiento en 1799, escribió: “El primer paso de la sabiduría es echar la culpa a todo; el último reconciliarse con todo”.
Nunca es tarde para una buena reconciliación. Pero las reconciliaciones, las mejores, casi siempre vienen precedidas de una gran tragedia.
Tengo una buena amiga que me dijo que cuando llevaba unas cincuenta páginas leídas de la novela “El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes” (Ed. Impedimenta, premio Cálamo, libro del año 2019) de Tatiana Tibuleac, tuvo que parar de leerlo. Solo un tiempo después cogió arrestos para reemprender la lectura y acabarlo. Mi amiga precisamente no se caracteriza por ser una mujer blandengue literariamente hablando, pero lo que leyó fue superior a su capacidad de asimilar la crudeza de lo escrito. A lo mejor tiene que ver algo con lo que la escritora moldava Tatiana Tibuleac, defiende: cuando se habla de amor o de muerte, temas tan cosidos a nuestra piel que llegan a condicionar nuestro modelo de vida, no estamos acostumbrados a que sean abordados sin filtros por parte de los escritores. Hay cierta tendencia a esquivar sus aristas.
“Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueva años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás…”
Así comienza el libro, pero aún hay más:
“Además de sus otros defectos, mi madre estaba siempre deslumbrantemente blanca, como si antes de acostarse se quitara la piel y la dejara toda la noche en una bañera llena de nata. Su piel no tenía arrugas ni lunares. No tenía olor, ni vello ni otras señales corrientes. A veces me preguntaba si no sería un trozo de masa resucitada.
Bajo los sobacos de mi madre nacían dos pechos como dos balones de rugby, orientados en direcciones distintas y, en la cabeza, un cabello de muñeca que llevaba siempre trenzado en forma de cola de sirena”
O esta otra escena, donde la madre de Aleksy (el protagonista y voz narrativa) prepara una cena para celebrar su cumpleaños, el de ella:
“La mesa del banquete hacía pensar en un basurero en el que alguien hubiera colgado una guirnalda…”. Para rematar más adelante con: “…Mi madre comentaba de nuevo tonterías sobre asuntos que no comprendía: los derechos de los inmigrantes, la reencarnación, las energías renovables. Me daban ganas de morderle la lengua o arrancársela y meterla en la picadora…”
Y solo vamos por las primeras veinte páginas.
Tatiana Tibuleac - Imagen extraída de Google images
A pesar de estar escrita en primera persona, se dio cuenta después de escribir diez capítulos, que la voz narrativa era la de un hombre. No se explica por qué tomó ese camino narrativo ni tampoco por qué sintió el impulso de escribir esta novela. Es probable que ese detalle le permitiera liberarse y escribir de ese modo tan directo, sin filtros: era ella pero en la piel de otro. De hecho el resultado final le sorprendió hasta tal punto que en la presentación del libro le pidieron que leyera y fue incapaz de leer las primeras páginas (su madre se encontraba entre el público). La idea de escribirlo le vino de un verano que pasó con sus padres en un pueblo francés. Se sentaban muchas tardes en la terraza de la casa que habían alquilado, cerca de un hermoso campo de girasoles, y escuchaba cómo su padre le contaba anécdotas de cómo había sido su vida, de lo mucho que se arrepentía de cosas, de sus dudas acerca de si había sido o no un buen padre, de su miedo a la muerte. Una de las hijas de Tatiana, trepaba por la barriga de su abuelo y le ponía la mano en la boca para hacer que se callara. Esta imagen se incrustó en la mente de Tatiana, que también empezó a preguntarse si realmente había sido la hija que sus padres merecían. A partir de ahí, empezó a escribir, sin rumbo, en un ejercicio de querer hacer las paces consigo misma. No penséis que se trata de un libro de autoayuda, no. Es una novela de exploración del límite de hasta dónde podemos caer como personas y cómo nos podemos volver a construir desde dentro: nunca es tarde para la redención.
“…Aquel año me autodestruí mucho más que el resto de los años y, sin embargo, nunca estuve más lleno de vida. Mi madre parecía una planta de interior sacada al balcón. Yo parecía un criminal lobotomizado. Éramos, por fin, una familia.”
Aleksy es la voz del libro, en primera persona, un artista plástico que sufre un bloqueo creativo. Su psiquiatra le recomienda que escriba sobre su madre y Aleksy relata el último verano que pasó con ella en un pueblo francés. Su madre se lo pidió y él aceptó: un trato que no hubiera aceptado salvo porque ella le prometió que después de ese verano él podría hacer lo que le diera la gana. Una vez allí, su madre le confiesa que le quedan semanas de vida y a él no le parece mal: hace las cuentas de cuánto dinero le quedaría y el coche que heredaría, y la casa. Pero su manera de pensar cambia de manera vertiginosa. Durante esas semanas de verano salen a la luz las equivocaciones de las elecciones que tomaron en la vida, las preguntas sin respuesta respuesta y, poco a poco, partiendo de posturas encontradas, en las antípodas del amor del uno por el otro, ambos terminan por encontrarse.
Para Aleksy, lo único sin duda hermoso de su madre son sus ojos. Unos ojos verdes que eran un despropósito, los restos de una madre guapa. Unos ojos que lloraban hacia dentro, historias no contadas, campos de tallos rotos o las ventanas de un submarino de esmeralda. Y todas estas maneras de ver los ojos de su madre, Aleksy los plasma en forma de aforismos que se convierten en breves pausas para el lector, necesarias para seguir adelante: flores que encontramos en el abrupto camino de la lectura.
Decía que mi amiga no pudo con las primeras cincuenta páginas. Yo sí pude. Ella lo acabó. Yo también. No se lo he preguntado, pero seguramente los dos sentimos las mismas ganas de salir cuanto antes de la historia. Algo que también sintió la escritora según ha dicho en algunas ocasiones. Quizás por eso ese final, cortante, en un capítulo que es sólo un párrafo de seis líneas, que hay que leer como no se lee. Sé que resulta extraño lo que digo, pero no puedo explicarlo. Para saber por qué lo digo tendrás que hacer como yo, como mi amiga: leer entre líneas.