Como hoy hace dos años que comenzó su andadura este blog, me voy a permitir como homenaje y regalo a quienes lo visitan colgar completa en la página On-line la película “El Verdugo“, de Luís García Berlanga, auténtica obra maestra del cine español y una de mis predilectas -junto a “Plácido“- del director y de su guionista, Rafael Azcona.
«Todas mis películas», decía Berlanga en una ocasión, «son crónicas de un fracaso, protagonizadas por antihéroes. Son disecciones crueles de la realidad pero con risas. Creo que su intemporalidad reside en que a través del humor en el cine puedes llegar a tocar temas muy graves, como aquí la pena de muerte. El verdugo funciona porque contiene un sainete». Por ello, Berlanga se sentía precursor de Roberto Benigni. «Se magnificó mucho lo de su Oscar y yo creo que mucha gente ha abordado antes problemas como éstos. Para mí, es más tremenda la pena de muerte que el Holocausto».
La pena de muerte existió en España hasta que fue abolida por la Constitución de 1977. Su modo más común de ejecución era el garrote vil y pocos son quienes se explican porqué los censores franquistas permitieron la circulación de la película que, aunque venía etiquetada como comedia, es uno de los mayores alegatos jamás rodados en España contra la pena capital, además de dinamitar como pocas la lúgubre y mísera sociedad española fruto del régimen imperante por entonces.
- Me hacen reír los que dicen que el garrote es inhumano. ¿Qué es mejor la guillotina? ¿Usted cree que se puede enterrar a un hombre hecho pedazos?
- No, yo no entiendo de eso.
- …Y qué me dice de los americanos. La silla eléctrica son miles de voltios. Los deja negros, abrasados. ¡A ver dónde está la humanidad de la silla!
- Yo creo que la gente debe morir en su cama. ¿No?
- Naturalmente, pero si existe la pena de muerte, alguien tiene que aplicarla.
Luís García Berlanga y Emma Penella tuvieron que soportar una lluvia de tomates y abucheos cuando fueron a la Mostra de Venecia en 1963 porque gran parte de su público pensaba que la película era oficialista y la ciudad estaba llena de carteles que rezaban “Verdugo = Franco“. Casi al mismo tiempo, el embajador español en Roma, Alfredo Sánchez Bella, envió una airada carta al Ministro Español de Asuntos Exteriores en la que calificaba el filme como “uno de los mayores libelos que jamás se han hecho contra España, un panfleto político increíble, no contra el régimen, sino contra toda una sociedad“. Cabe recordar que por aquel entonces una marea de turistas europeos comenzaba a invadir el país cada verano, por lo que turismo y construcción, perfectamente retratados también en el film, podía sentirse afectados por tan mísero relato de las relaciones sociales puestas de manifiesto la película. Claro que los censores no podían ver a priori nada malo en observar a los ciudadanos absolutamente privados de cualquier atisbo de libertad, doblegando sus voluntades y conformándose en definitiva con todo aquello que no desean y sometiéndose a un modo de vida en el que nadie tenía el control de su destino más cotidiano. No pudieron verlo porque esa sociedad, de una pequeñez desesperante, en la que casarse, soportar a la suegra o la cuñada, o dejarse manipular hasta ejercer de verdugo por el afán del padre de figurar entre los elementos destacados del círculo administrativo, esa era la sociedad que pretendían y durante demasiado tiempo lograron.
El Verdugo es mucho más que una película contra la pena de muerte. La anulación de la libertad individual por un cúmulo de intereses sociales y cotidianos que impiden cualquier libertad personal convierten la obra de Berlanga en un film de doble adscripción: al tiempo que sirve a la memoria histórica, recordándonos algunos de los elementos más oscuros de la dictadura franquista no demasiado lejanos en el tiempo, es un alegato a la libertad individual que nos muestra cómo existieron otras víctimas de la dictadura: las personas que no podían elegir su destino, estranguladas por esa red de circunstancias sociales que escapaban al control de los individuos atrapados en un sistema de justicia y castigo que imprimía las relaciones sociales creadas y de la que muy pocos lograban escapar.