Revista Ciencia

El viaje a ninguna parte

Por Cristóbal Aguilera @CAguilera2

Todavía echó la vista atrás un par de veces mientras nos dirigíamos a su coche y se podía apreciar como pasaba la lengua sobre sus labios una y otra vez como si intentase recordar ocultos placeres que ahora quedaban a sus espaldas. Era pronto, demasiado pronto, para empezar a degustar alguna que otra Estrella, su preferida. Lo del café, la excusa de siempre.

Entramos en su vehículo y no hizo ademán de cambiarse nada, bueno tampoco era tan raro, seguro que al llegar al aeropuerto. Llegamos. Aparcamos y nos disponemos a ir hacia el embarque. Johnny , ¿no llevas nada? Pregunté iluso, ya que sabía la respuesta. Claro, dijo, lo llevo todo en la cazadora.

¿Qué? ¿Vamos? Preguntó dirigiéndose a la incrédula estatua que lo miraba. Tanto asumí el papel de marmórea composición que ni palabras me salieron.

Hagamos un alto. Ya que en la explicación de su compostura hemos dejado de mencionar el curioso hecho de que la cazadora tenía el aspecto de haber participado en varias guerras, hasta tal punto que es probable que procediese de algún escamote de la primera guerra mundial y que, debido a la entropía reinante en el universo, acabase de alguna forma inimaginable en el mercadillo que solía regentar su padre allá en su tierra natal. Tal vez coincidiera, en la época de su loca juventud, la de su padre, digo, que un arrebato inimaginable le hiciera enamorarse de tan curiosa prenda. La mantuvo como oro en paño desde los veinte a casi los cincuenta años, momento en que decidió dejársela en herencia a su primogénito. De esto habían pasado ya unos treinta años. Hacía unos cincuenta años que la prenda ya había sobrepasado la consideración de artículo vintage.

Nos esperaban. Hola, bienvenidos. Hola. ¿Una cerveza? Venga. ¿Otra? Bueno. Ese día no cuenta. Para mí que la levadura que contiene la cerveza me provoca un cierto déjà-vu. A Johnny simplemente le da por mear en cualquier sitio.

La tarde transcurrió tranquila. Sentados en el bar del hotel con unas cervezas en la mano y viendo pasar motos y más motos. Qué pasión, si esta isla es una viaje a ninguna parte.

Llegamos al aeropuerto. Seguíamos con la misma ropa y con la misma pinta. Bueno hay que decir que yo también llevaba las botas de agua. Con las prisas me las había dejado puestas y ya no era cosa de cambiarse. Me di cuenta que para estos viajes no hacen falta alforjas. Con que una cazadora tenga bolsillos es más que suficiente. Me sorprendió el hecho que en ese mismo momento, justo antes de facturar los paquetes, Johnny sacó sus calcetines y se los puso. Le miré extrañado. No dijo nada. Yo no le pregunté. Hice lo propio, pero en mi caso me los cambié por unos limpios. No sé cómo explicarlo pero era como si... no sé, como si algo mágico estuviese sucediendo. Johnny asintió y me di cuenta que también tenía la misma sensación.

Nuestro aspecto era como de vuelta de una guerra. Entramos en el avión y de inmediato vimos a la misma auxiliar de vuelo. La saludamos y le saltaron lágrimas de la emoción.


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