Revista Deportes
Nota del autor. Ya sé que lo último que debe hacer alguien que mantiene un blog es recomendar a sus lectores que vayan a otros, pero ya avisé al principio de este camino que este blog no es, para nada, corriente. Así que si queréis leer (disfrutar) de una buena crónica del partido, os recomiendo este artículo de Mariano Tovar. Yo hoy me he querido centrar, mediante una crónica apócrifa, en los aficionados, los seguidores, esos fanáticos que recorren miles de kilómetros para ver un partido o se quedan en casa para sufrir hasta reventar. Esos que lloran en la victoria o en la derrota. Esos que en los malos tiempos siguen adelante. Esos que derrocháis tiempo leyendo las chorradas que, durante un año, se me han ocurrido. En definitiva, para todos vosotros en este fin de fiesta. Gracias.
Me llamo Ed Miller y nací en Black Creek, muy cerca de la pequeña ciudad de Green Bay, en el estado de Wisconsin. El abuelo Jeff vivió para entregarse al cuidado de sus dos grandes pasiones: su familia y los Packers. Con los ingresos que proporcionaba el modesto colmado que regentaba, a menudo trabajando de sol a sol, mantuvo decentemente a los suyos. El cruce de las calles Beech con Burdick, en el camino hacia el South Park, lugar donde se ubicaba el negocio, siempre fue una esquina muy transitada, así afortunadamente nuca le faltaron clientes. Y cada domingo, con un entusiasmo inquebrantable, ocupaba su localidad en la grada norte de Lambeau Field para animar al equipo local. Mi abuelo jamás se alejó más de cien millas de su pueblo y la verdad es que nunca vio la necesidad de hacerlo, salvo aquel año de 1968 cuando, ante la sorpresa general, abandonó hacienda y hogar para viajar, en compañía de unos amigos, hasta la lejana Miami para ver como sus Packers conquistaban su segunda Super Bowl frente a los Raiders. Las malas lenguas siempre dirían que aquellos días de carretera, cruzando el país de noroeste a sureste, permitieron al bueno de Jeff descubrir un mundo más grande de lo que jamás hubiera sospechado. Nunca consintió que en su presencia, nadie hablara mal de sus dos únicos ídolos: Bart Starr y Vince Lombardi.
Mi padre era un hombre serio y austero. Como correspondía a la educación que la sociedad de los cincuenta proporcionaba, la patria, el trabajo y la familia eran los pilares sobre los que el norteamericano medio asentaba su morada. Pero cuando, empotrado en la butaca y frente al televiso, Ron Miller contemplaba a los the green and gold, literalmente se volvía loco; gritaba, pataleaba, alzaba al cielo su puño amenazante, blasfemaba y, en la mayoría de las veces, celebraba cualquier victoria como si se tratara de la primera vez.
Fue necesario cambiar varias veces de dormilona antes de que pudiera pensar en acudir a una Super Bowl. Su esposa, es decir, mi madre, esbozaba una pequeña sonrisa carente de malicia cada vez que los de Green Bay hincaban sus rodillas durante la post temporada. Y él la miraba con resignación al tiempo que comentaba "a este paso, no voy a poder repetir lo de mi padre". En el desván se acumulaban, sin orden ni concierto, algunas viejas fotografías de los Packers, banderines rotos y un par de tazas conmemorativas cubiertas de polvo, nada destacable para tantas décadas sin gloria ni esperanza. Así es que cuando aquella noche del doce de enero de 1997, los Packers certificaron su clasificación para la XXXI Super Bowl, derrotando a los sorprendentes Panthers de Dom Capers y Kerry Collins -actual Qb de los Titans-, nos bastó con contemplar los ojos bañados en lágrimas de Ron para saber que, finalmente, cumpliría su sueño, subiría a su coche -cosa que nadie entendió pues a mi padre le encantaba volar-, viajaría hasta Louisiana y vería como sus chicos derrotarían a los Patriots de Bledsoe y Martin, alzando así su tercer Vince Lombardi. Desde ese día no hubo más fotografías en ese desván, salvo un gran póster de Brett Lorenzo Favre situado en lugar preferente.
Los ídolos del deporte son como el viento que azota los árboles. Consiguen moverlos, a veces incluso zarandearlos con virulencia pero, para bien o para mal, todo recupera la normalidad, los vientos se calman y, con suerte, uno sigue al anterior. Al poco tiempo ya es difícil recordar aquella ventisca de apenas hace diez años, de la misma forma que serán muchos los nombres que, vistiendo nuestros colores, caigan en el olvido. Ley de vida, regla del deporte, norma de la fama. Pero lo que hace grande a este deporte no son ni los jugadores, ni los lugares donde se juega -aunque sean tan fantásticos como the frozen tundra-, ni siquiera los títulos conseguidos.
Lo que de verdad construye la belleza del fútbol son los propios aficionados, las pequeñas historias que se asientan sobre el hormigón de los sentimientos reforzados por ese tipo de amor a un equipo que se transmite de abuelos a padres y de éstos a hijos; pasado, presente y futuro alrededor de once locos corriendo por un campo.
Quizá sea por esta razón que la semana pasada, cuando mi hijo Frank, enfundado en su camiseta con el doce a la espalda, se preparaba para hacer las maletas y acompañarme hasta Dallas, solo me hizo una pregunta: "iremos en coche, verdad, papá?".