En su dimensión simbólica, La ventana abierta es, sobre todo, una invitación al viaje. Este pequeño lienzo preside hoy una de las salas que la Fundación Beyeler dedica a la carrera, de más de seis décadas, de Henri Matisse (1869-1954) con una retrospectiva de 72 obras.
Henri Matisse, El gran traje azul y mimosas, Niza, (1937), Philadelphia Museum of Art.
Una música sutil recorre la obra de Matisse. En su cuadro La ventana abierta (1905) pinta una habitación con vistas al mar. Las pinceladas van componiendo el tintineo contra los mástiles de los barcos, el graznido lejano de las gaviotas, el canto de un marinero y el chasquido de las olas. La luz invade la vista de este puerto mediterráneo. Las paredes de la habitación son una sinfonía de pinceladas largas y espontáneas, verde vidrio de un lado y fucsia del otro. Sin embargo, la reja del balcón cubierta de hiedra, los tiestos con geranios y los barcos anclados en el puerto están sugeridos por toques de pincel como corcheas, intermitentes, rítmicos y palpitantes. La intensidad del color es máxima, no existe el claroscuro, tampoco el volumen ni la profundidad espacial. El aire del mar parece recorrer la serie de marcos que orquestan el cuadro, desde la pared hasta el antepecho del balcón. Los colores son saturados, sin mezclar, uno contra el otro. El agua del mar es rosa.
Henri Matisse, La ventana abierta, Coilloure, (1905) National Gallery of Art, Washington, D.C.
En su dimensión simbólica, La ventana abierta es, sobre todo, una invitación al viaje. Este pequeño lienzo preside hoy una de las salas que la Fundación Beyeler dedica a la carrera, de más de seis décadas, de Henri Matisse (1869-1954) con una retrospectiva de 72 obras. Admiramos pinturas y esculturas en salas con la luz natural que entra por los techos transparentes y los grandes ventanales del edificio que Renzo Piano diseñó bordeado de los estanques y nenúfares que lindan con los montes suizos junto a Basilea.
La exposición toma como punto de partida el poema La invitación al viaje, de Charles Baudelaire (1821-1867), al que el pintor se refirió en numerosas ocasiones. Matisse viajó sin cesar: el sur de Francia, Italia, España, Rusia, el norte de África, Estados Unidos y lugares tan lejanos como el Pacífico Sur. Estas experiencias, a menudo ligadas a la búsqueda de una nueva luz y colorido, inspiraron su obra de muchas maneras, llenándola de matices exóticos que le llevaron a pintar cuadros dispares, desde sus Marroquíes casi indescifrables, hasta los aparentemente más naturalistas Biombos moriscos; desde Música, coloreada con ferocidad, hasta la tranquila y contemplativa Vivir en silencio en las casas. También hizo esculturas, dibujos y grabados, diseños para trajes y vidrieras.
Henri Matisse, Lujo, calma y voluptuosidad, París, (1904) Museo de Arte Moderno, Centro Pompidou, París.
En el verano de 1905, atraído por la luz vibrante del sur de Francia, Matisse viaja acompañado por su mujer Amélie y sus hijos hasta Collioure, un pueblo pesquero del Mediterráneo donde el artista había invitado al joven André Derain para pintar juntos. Collioure debía de ser algo más que un conjunto pintoresco de murallas medievales y un altísimo campanario, delimitado por tres calas desde las que los pescadores lanzaban sus redes a la captura de sardinas y anchoas, pues se convirtió en un entorno enriquecedor y reafirmante para ambos. En una de las calas, Port d'Avall, Matisse alquiló una pequeña habitación como estudio y allí pintó La ventana abierta, mientras Derain florecía en compañía de su familia adoptiva.
En aquellas nueve semanas, lejos de los círculos conservadores parisinos, se dedicaron a pintar cuadros “como si fueran cartuchos de dinamita… listos para estallar de luz”, según Derain. Ambos experimentaron en total libertad y dieron así un paso decisivo liberando el color del objeto y utilizándolo para expresar sentimientos. De sus diálogos cotidianos y sus experimentos surgió el momento fundacional del fauvismo. Derain presentó a Vlaminck las nuevas reglas del juego: “Un nuevo concepto de luz que consiste en la negación de la sombra. Aquí las luces son muy fuertes, las sombras muy ligeras. Las sombras son todo un mundo de claridad y luminosidad que se oponen a la luz del sol: lo que llamamos reflejos. Hasta ahora ambos lo habíamos descuidado, y en el futuro, en términos de composición, será una nueva fuente de expresión.”
De regreso a París, en septiembre de 1905, Matisse y Derain presentaron varios de estos cuadros en el Salón de Otoño. Sus obras se expusieron junto a las de otros artistas franceses en la legendaria Sala VII. En su reseña de la exposición, el crítico Louis Vauxcelles describió estas pinturas como "la cage aux fauves" (la jaula de las bestias salvajes).
Henri Matisse, Asia, Vence, (1949), Kimbell Art Museum, Fort Worth, Texas.
Matisse había nacido la víspera de Año Nuevo de 1869 en la ciudad lanera de Cateau-Cambrésis, en uno de los históricos campos de batalla del norte de Europa. Es una región fría e inhóspita, de cielos grises sobre un paisaje llano y de horizontes infinitos, salpicado por campanarios de iglesias alrededor de los cuales se agrupan pueblos con casas de ladrillo oscuro. Su padre era un próspero comerciante de grano y su madre pintaba porcelanas y fabricaba sombreros. Matisse no se opuso a la voluntad paterna hasta que, alrededor de su vigésimo cumpleaños, un ataque de apendicitis le obligó a convalecer en casa. Entonces su madre le regaló una caja de pinturas. Aquello fue una epifanía: “Cuando empecé a pintar, me sentí transportado a una especie de paraíso", afirmó Matisse.
La primera exposición en solitario abrió sus puertas en la galería parisina de Ambroise Vollard el 1 de junio de 1904. Tenía 34 años y repasaba los seis primeros como pintor moderno. Su maestro, Gustave Moreau, le había dicho que estaba destinado a simplificar la pintura. A veces, hacía cuadros que parecían sencillos y evidentes porque transmitían de forma concisa lo que la pintura anterior, previa a Matisse, había trasladado de forma más reflexiva. Pero si bien esto significaba purificación y eliminación, también suponía enriquecimiento e intensidad.
La venta de La alegría de vivir a Leo y Gertrude Stein permitió a Matisse viajar, en la primavera de 1906, a Argel. Fue su primer viaje al norte de África, entonces considerado parte de Oriente. Allí compró algunos objetos: un kilim rojo convertido en elemento central del cuadro Las alfombras rojas (1906), un gran bodegón de objetos y frutas convertidos en formas volumétricas que no proyectan ninguna sombra. El viaje a África profundizó la inspiración intercultural de Matisse que había adquirido su primera escultura africana en 1906 y estaba hipnotizado por su lenguaje formal. Este deslumbramiento reflejaba el interés general de los artistas europeos modernos por todas las formas de arte supuestamente «primitivas».
Henri Matisse, Naturaleza muerta con naranjas, Tánger (1912) Museo Nacional Picasso, París.
En julio de 1907, a instancias de Leo Stein, Henri y Amélie Matisse viajaron a Italia para ver los frescos de Giotto en Padua. Esa experiencia, junto al ejemplo de Paul Cézanne, animaron a Matisse en su trabajo de varios cuadros de gran formato con imponentes figuras femeninas. Las obras de Giotto (1267-1337) le transmitieron un tipo particular de fuerza emocional que se manifestaba en la pura expresión pictórica más que en el contenido y el motivo. En Basilea percibimos esto delante de Bañistas con una tortuga (1907-08). La representación de Giotto del Bautismo de Cristo, con su radical división del paisaje en una zona superior de azul ultramarino y una sección inferior verde es, crudamente reducida, la de este cuadro.
Henri Matisse, Bañistas con tortuga, París (1907-1908), Saint Louis Art Museum.
Matisse y su familia se trasladan en 1909 a una villa del barrio parisino de Issy-les-Moulineaux, gracias a la mejoría de su situación económica, fruto de los encargos de sus principales coleccionistas rusos Sergei Shchukin e Iván Morozov. En el jardín de la casa, Matisse erigió un gran estudio que sería, a partir de entonces, el tema central de su obra.
Henri Matisse, Interior con la cortina egipcia, Vence (1948), The Phillips Collection, Washington, D.C.
El año 1941 marcó un nuevo capítulo en su vida y en su obra. Con el estallido de la II Guerra Mundial, el artista optó por permanecer en Francia, instalándose en Niza en su apartamento-estudio del Hotel Regina. En enero fue operado de urgencia en Lyon. Matisse, que se había salvado milagrosamente de la muerte, se consideró a partir de entonces “un resucitado” dispuesto a aprovechar cada instante para dedicárselo al Arte. Con 71 años, inválido y atado a su “cinturón especial”, como él llamaba a su humillante faja de metal y goma, desafiando su condición física, emprendió “el viaje más largo que he hecho nunca”. Sin salir de su cuarto, siempre desde su silla de ruedas, encontró la manera de expresarse a través de una técnica nueva y asombrosa, los llamados papiers découpés, recortes de papel pintados al gouache. De esta manera, repartidas por las paredes, las obras continuaban su florecimiento dinámico y desenfrenado: acróbatas, monos, bañistas, máscaras, motivos florales y vegetales se entremezclaban libremente, brotando unos de otros como por una clonación prolífica. Un conjunto de ellas puede verse hoy en una sala emocionante de Basilea. Matisse iba incorporando en ellos cuantas impresiones recordaba de su viaje a Tahití. En sus paredes resuenan las palabras de Louis Aragon: “Que pueda decirse de Matisse que antes de él toda la pintura era oscura, puede ser erróneo e injusto, pero importante es que se dijo, como suele decirse cada medio siglo de un pintor diferente. Hay pintores con esa gloria, con ese papel de deslumbrar por lo menos durante 50 años. Esos artistas son como una ventana abierta en la noche de la humanidad y, tras ellos, las siguientes generaciones podrán formarse una idea de lo que es el sol.”
Henry Matisse, Desnudo azul I, Cimiez/Niza (1952), Fundacion Beyeler, Basilea.
Matisse: Invitación al viaje
Fundación Beyeler
Baselstrasse 101, CH-4125 Riehen/Basilea
Comisario: Raphäel Bouvier
Hasta el 26 de enero 2025