En las últimas semanas he tenido que ir a Zamora (y volver a Madrid) en un par de ocasiones. Esto supone un total de cuatro viajes. Por razones que aquí no vienen al caso, no me quedó otra opción que utilizar el servicio de autobuses que se ocupa de la línea entre ambas ciudades. Se ofenda quien se ofenda, el autobús es uno de los medios de transporte que más detesto, pese a que, años antes de nacer, mi bisabuelo inaugurara una línea de autobuses entre Fermoselle y Zamora (lo cual, en principio, debería propiciar mi gusto por este medio: pero no es así). Mi aversión data de mi primer año como estudiante en Salamanca, en el que tuve que cubrir, de lunes a viernes, el trayecto entre mi tierra y esa ciudad de origen. Lo detesté porque, entonces, todo parecía conjurarse contra uno en esos viajes: los fumadores de las filas de atrás, que llenaban de humo el pasillo; la calefacción demasiado potente en los viajes nocturnos; el hilo musical que entorpecía el sueño cuando lo único que uno quería era dormir un poco; los asientos de los autobuses viejos en los que monté, tan incómodos que esos vehículos recibieron varios motes por parte de los estudiantes; etcétera.
Sin embargo, y sobre todo para casos de urgencia y necesidad, a veces no hay otra opción que subir al bus. Lo primero que me revienta al montar, suba uno al servicio Normal o al Exprés (en el cual se incrementa el precio del billete porque los asientos son más confortables y sólo se detiene en un punto intermedio), es que al pasajero le toca tragarse o bien la película de dvd o bien la emisora de radio que suena de fondo. Si uno no quiere ver la pequeña pantalla del televisor, basta con no ponerse los auriculares ni mirar al frente. Pero, si no escucha la película, renunciando a esos cascos, tiene por fuerza que oír la radio. Yo suelo pasar los trayectos en bus, tren y avión leyendo algún libro. En uno de estos viajes de los días pasados, y pese a que el vehículo iba casi vacío, los dos pasajeros que me tocaron atrás hablaban demasiado y con un tono de voz muy alto. Harto de oírlos, pues sus conversaciones no me permitían concentrarme en la lectura, cogí un paquete de auriculares y opté por conectarme a la radio. Para mi desgracia, sólo había una emisora: la misma que sonaba por los altavoces. La música comercial y ratonera de los cuarenta principales. Es decir: o sí o sí. O los cuarenta o los cuarenta. O escuchar a la pareja con la radio de fondo o sólo la radio por los auriculares. El dvd no funcionaba.
En el anterior viaje fue aún peor. Tal vez la película hubiera podido servir de válvula de escape para no escuchar la maldición de la radio con sus cansinos éxitos de fórmula. Mas, aquel día, el reproductor de dvd se empezó a averiar. Pusieron una película reciente: una comedia de abogados. Antes de la película, el dvd reproducía el tráiler de esa misma comedia. Luego veíamos los avisos del copyright. Después empezaba el filme. Cuando llevaba un rato, tal vez diez o quince minutos, el lector de dvd se detenía. Entonces veíamos el tráiler, otra vez, los créditos del copyright, el inicio de la película y, unos segundos después, retomaba la escena interrumpida. Pasados diez minutos sucedía lo mismo: interrupción, reinicio, tráiler, copyright, principio y regreso a la escena interrumpida. Fue como un viaje en bucle, como una pesadilla o un disco rayado, como El Día de la Marmota. Y esto con billete Exprés. No lo cuento con intenciones de denuncia, sino como un ruego para que mejoren el servicio, en vez de empeorarlo. El viajero lo agradecería.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla