Revista Talentos

El victoriano postmoderno

Por Sergiodelmolino

El título de este post podría ser el nombre de una tienda de ropa para siniestros, pero pretende describir (usando más o menos sus propias palabras) al escritor barcelonés Javier Calvo, cuya última novela, Corona de flores, reseñé ayer en el Artes y Letras, texto que se puede leer hoy en el blog literario de Heraldo, De Reojo.

Me gusta mucho Javier Calvo. Su literatura, quiero decir. De sexo no hablamos. Por eso no me quise perder la ocasión de conocerle cuando vino a presentar su libro a Zaragoza hace unas semanas, con Ignacio Martínez de Pisón de maestro de ceremonias en la siempre entrañable librería Los Portadores de Sueños. Cuando terminó el sarao, unos pocos nos fuimos al Páramo -un garito de la calle de la Paz que es lo más parecido a un antro americano que hay en mi ciudad-, donde Javier iba a leer su cuento Estrella del norte. En teoría, se trataba de un espectáculo rollo spoking word, pero con un músico. Más que un recitado, era una performance. Pero el músico le falló y lo único que llevaba Calvo como atrezo eran unas velas que había comprado en unos chinos.

-Haremos miedo -me dijo abriendo una bolsa de plástico y enseñándome su contenido satánico de baratillo.

Sinceramente, no sabía qué esperar del espectáculo, pero el personaje me estaba pareciendo muy gracioso, había compañía agradable, el bar es uno de mis favoritos y los gin-tonics no estaban mal servidos. Si la actuación resultaba un bodrio, siempre podría tirarme a la bebida y a la conversación. Ahí estaba el siempre grato (especialmente, porque acompaña en la bebida, no se queda atrás como esos insufribles abstemios que te dejan parlotear tonterías toda la noche mientras ellos beben agua y Fanta limón) Miguel Serrano Larraz, seudónimo de Ste Arsson, para una charleta entretenida.

Pero es que el espectáculo salió bien. Muy bien, de hecho.

Cuando arrancó, la cosa pintaba mal. Reconozco que tengo ciertos prejuicios ante las escenificaciones literarias. Soy un clásico que piensa que la literatura está, básicamente, para ser leída. Y si es en casa, en pijama o con una camiseta con churretones, mejor. Cuando empezó la lectura, Miguel Serrano y yo nos miramos y echamos mano a nuestros respectivos cubatas para que no se nos notaran los pensamientos.

Pero, conforme la lectura iba avanzando, el extraño poder hipnótico de Javier Calvo iba creciendo y apoderándose de nuestros oídos y de nuestras voluntades. Llegó un momento en el que consiguió callar a todo el bar, incluso a los varios grupos que habían ido allí de copas, sin saber que había un rollo literario ni nada. Todos escuchábamos atentamente, sin perder ni un detalle.

Cuando la voz del orador proclamó que a la protagonista del cuento le gustaban sus propias pústulas, el silencio era casi helador.

De verdad que sólo pude rendirme al genio escénico de Calvo, sustentado en un texto cuidadosamente trabajado para la oralidad, en el que nunca pierdes el hilo de la historia -una historia sórdida y cruel, como a él le gustan-, con un crescendo suave y un clímax potente.

Lo mejor, en cualquier caso, fueron las copas de después. En ellas cometí un error imperdonable: decirle que me había gustado mucho su libro Los ríos perdidos de Londres. Tomad nota, chicos: no le digáis a un escritor que os ha gustado una obra suya que la crítica ha tachado como menor dentro de su repertorio.

Calvo me miró con sorpresa, casi incrédulo:

-¿Te has leído Los ríos perdidos de Londres?

Dios mío, qué poquito se ha tenido que vender ese libro para suscitar esa pregunta. Reafirmé mi elogio.

-Vaya, me alegra mucho. Es un libro que a mí me gusta mucho -repuso él.

Uy, qué peligro: una obra menor (un libro de cuentos, morralla, detritus literario, algo que en las editoriales no sirve ni para calzar mesas cojas) a la que el autor tiene cariño es elogiada por un lector que, en vez de fijarse en sus grandes títulos, ha escogido ese divertimento sentimental.

Está claro que Calvo pensó que estaba ligando con él, que quería hacérmelo con él ahí mismo, a lo bestia. Y ya no podía dar marcha atrás para deshacer el malentendido. Ya no podía recular para decirle que me gustaba mucho más Mundo maravilloso o El dios reflectante. Si hacía eso sólo me hundiría más en mi propio fango.

Urgía cambiar de tema, así que hablamos de fútbol y de su pasión culé. Fingí un rato que me interesaba el Barça, apuré la copa y me despedí a la finlandesa, que es como despedirse a la francesa, pero dando tumbos de borracho.

Ya sabéis, amiguitos: tened cuidado con los elogios a los escritores, que enseguida piensan que les estás tirando los tejos.


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