Los viejos van de beige. El beige es un color antiguo, tan antiguo como mi niñez. Recuerdo cuando descubrí cómo se escribía, ¿beige? ¿Y por qué no beis? ¿Beige? Es francés, me dijeron.
Al beige, ahora, lo llaman nude o color arena, pero el hombre viejo que pasea por la orilla va de beige. No sabe qué es el nude o el arena. Yo tampoco.
Camina con pasos pequeños, muy pequeños. Va descalzo con bastón y gorrilla. También beige. La camisa que lleva, no sé si llamarla guayabera, tiene el encanto de la ropa que solo se saca en verano para venir a la playa. Quizás su mujer se la compró hace años "para que te la pongas cuando vayamos a la playa". Ella ya no está pero él se sigue poniendo la camisa beige. Quizás para recordarla, para no olvidarla, para seguir poniéndose lo que ella eligió para él.
El hombre viejo es muy viejo. Ya no es ni siquiera mayor, está más allá. Es viejo, viejísimo, y con la planta y la dignidad de serlo. No quiere ser joven, o quizá sí, quizás mientras se quita la gorra con dificultad y espera a que su hija se la quite de la mano temblorosa está pensando "¿cuándo me he hecho tan viejo que quitarme la gorra se ha convertido en un hazaña?". Quizás añore ser más joven, quizás añore veranos con su mujer en los que él acarreaba la vida y no necesitaba que lo sostuvieran. Quizás añore ser joven pero es tan viejo que está más allá de intentar enmascarar su vejez.
El hombre viejo termina su paseo. Camina digno, todo lo estirado que sus deformadas piernas le permiten. Al llegar a la sombrilla se sienta despacio, congelado en el esfuerzo. Le ayudan a quitarse la camisa beige y su piel también es beige. Del cuello le cuelga un apósito. Parece que se haya dejado puesta la pechera almidonada de un frac. Quizás le tapa una traqueotomía. El hombre viejo no habla.
El hombre viejo lleva pañuelo de tela. Aferrándolo con fuerza se seca la boca. Tiene la calva llena de lunares.
El hombre viejo que viste de beige repite su paseo cada día. Es la dignidad que da toda una vida andando descalzo por la orilla del mar.