Hace unos días me encontré teniendo un pensamiento absolutamente banal en un momento de lo más inoportuno. Algo inapropiado, según cómo lo mires. Hasta hace relativamente poco, siempre me había molestado la gente que frivolizaba en conversaciones serias. Tenía la sensación de que ironizaban con lo que a mí me preocupaba o que convertían en intrascendente lo importante. En realidad, así era. No estaba equivocada. Mi error era pensar que aquello no era buena idea cuando ahora lo veo como una salida victoriosa. Algunas veces, hasta una ayuda necesaria. Una indulgencia ante una llamada socorro. Es cierto que existe una línea muy fina entre lo grosero o lo vulgar y el humor, bien tomado, inteligente. Hablo de lo segundo.
No estamos preparados para hablar de cualquier tema. No apetece, nadie quiere entrar en terrenos pantanosos. Es molesto hablar del compromiso dilatado, de los errores propios, de la muerte, de las decisiones pospuestas, de lo incómodo, de lo decadente, de lo que debes olvidar, de lo que nunca ocurrirá, de quien se fue, de lo que fue, del miedo injustificado que no se controla.
Y en aquella situación, donde yo debía permanecer moderadamente sensata, reflexiva, en todo caso presente, mi mente se escapó hacia un pensamiento, o un buen recuerdo, no lo sé. Probablemente un recuerdo novelado, que son mis preferidos. Y lo importante fue, durante un par de minutos, intrascendente.
Tengo el nuevo propósito de no aferrarme demasiado a un pensamiento concreto ni de ser muy firme con mis convicciones. De ofrecer nuevos principios si los actuales no son lo suficientemente complacientes, como Groucho. De agotar todos mis recursos de evasión antes de entrar en materias engorrosas. De simplificar. De aligerar. De practicar aquello de las Ginebras: Es lícito sentir placer por cosas que odias. También puedo vender este propósito, la frivolidad es un poco eso.
Que decía Manuel Alcántara que entre el vivir y el existir se va la vida.
Pero que se vaya más viviendo que existiendo.