En 1978 no existían los teléfonos móviles, Internet era (todavía) una entelequia a nivel popular y, por supuesto, no existía ni WhatsApp ni las redes sociales como las conocemos hoy, ni los GPS que hoy nos llevan de la mano a donde queramos ir.
En 1947 Franco había promulgado la llamada Ley de la Sucesión en la Jefatura del Estado que establecía, en su artículo 1 que "España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino". En su artículo 2 establecía que el Jefe del Estado era el propio Franco, y en el artículo 6 que Franco, en cualquier momento, podría proponer a las Cortes, para su ratificación, su sucesor, a título de Rey o de Regente. El 22 de Julio de 1969, a propuesta de Franco, las Cortes ratificaron a Juan Carlos de Borbón (nieto del último Rey de España, Alfonso XIII, que se exilió en Roma con el advenimiento de la II República en 1931) como sucesor de Franco. El mismo día, el ya Príncipe de España juró guardar y hacer guardar las Leyes Fundamentales del Reino y los Principios del Movimiento Nacional. Aunque nunca se llamó así, el Príncipe juró, de hecho, la Constitución franquista. A la muerte del Dictador, el 20 de Noviembre de 1975, Don Juan Carlos asumió la Jefatura del Estado a título de Rey. En los años siguientes, utilizó los poderes que le conferían esas leyes franquistas para facilitar el cambio de régimen y el advenimiento de la democracia a España. En Julio de 1976 nombró Presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, un joven político de 43 años formado en el Movimiento Nacional (prácticamente el único lugar donde se desarrollaba política legalmente por esos tiempos). Suárez, un estadista de altos vuelos, hábil y sagaz, recientemente fallecido, supo rodearse de algunas figuras de la oposición democrática y de otros conversos del falangismo y del Movimiento, y consiguió cambiar el régimen de España. Pagó un precio muy alto, ya que su trayectoria política resultó incinerada al final de ese proceso. Obviamente, algunas figuras prominentes del Estado, especialmente gerifaltes del franquismo y buena parte de la cúpula militar, eran especialmente reticentes a la evolución (reforma) política impulsada por Suárez. Como también lo eran, por su tibieza, la mayoría de líderes democráticos que habían vivido en la oposición (interior y exterior) al franquismo. Un consenso muy infrecuente en la reciente Historia de España consiguió que las propias Cortes franquistas ratificaran su disolución y que se pudiera redactar una nueva Constitución para la España democrática, que fue proclamada finalmente el 6 de Diciembre de 1978. Lógicamente, una Constitución que tuvo que aceptar bastantes renuncias de unos y otros, para no pisar más callos de los imprescindibles. La Constitución ratificó la Monarquía instaurada por el Dictador, y permitió que la Transición Política en España fuera modélica, y se ponga de hecho como ejemplo en muchas Escuelas de Ciencias Políticas. Hubo que superar, en los años siguientes, algunas intentonas involucionistas, protagonizadas principalmente (pero no sólo) por militares descontentos, de los que el más conocido fue el llamado Golpe de Tejero, el 23 de Febrero de 1981, que tomó el Congreso de los Diputados, con el Gobierno al completo dentro, durante unas horas. Un triste episodio, hasta hoy nunca suficientemente aclarado. En 1978, la Unión Soviética estaba en todo su esplendor, y la llamada Guerra Fría oponía a los dos grandes imperios que había en el mundo. Berlín era una ciudad dividida por un Muro (que no cayó hasta 1989) y la propia Alemania estaba dividida en dos Estados, uno de ellos tutelado por la Unión Soviética. El terrorismo islamista no se conocía, aunque había focos locales con fuerte presencia de terrorismo, a veces vagamente político, pero siempre sectario, por ejemplo en el País Vasco o Irlanda del Norte. La Europa de hoy ya poco se parece a la de 1978. En 1978, España vivía prácticamente aislada al sur de Europa, y no era miembro ni de la OTAN ni de la entonces llamada Comisión Económica Europea, hoy Unión Europea. Aunque la Constitución de 1978, con escasísimas modificaciones de detalle, sigue siendo la Carta Magna que rige la convivencia de los españoles, la España de 1978 es irreconocible si la comparamos con la que vivimos todos los días. El PIB per cápita ha pasado de un equivalente a 4.227€ en 1980, a los 21.948€ de 2013 (tras descender, por la actual crisis económica, desde los 23.900€ de 2008). Nuestros jóvenes ya no conciben un mundo sin móviles, Internet, WhatsApp, Facebook o Twitter. Viajamos por todo el país en coches (bastante) modernos, a menudo con la ayuda de sofisticados dispositivos GPS, por autovías de calzadas separadas y varios carriles por sentido, o en trenes AVE de Alta Velocidad que han puesto, por ejemplo, Barcelona a sólo dos horas y media de Madrid, sin tener que volar. Todo lo pagamos en Euros, y podemos viajar por buena parte de Europa Occidental sin tener que pasar ni fronteras ni aduanas ni cambiar de moneda. Pese a algunas sombras, nuestros jóvenes están muy bien formados y hablan otros idiomas. La mala noticia es que muchos de ellos, por culpa de la profunda crisis económica que estamos viviendo, tienen que irse a otros países para desarrollar sus vidas y sus carreras profesionales. Hoy la televisión es en color y se puede acceder a cientos de canales. Y el acceso y la difusión de información es inmediato, gracias a las nuevas tecnologías. En la práctica, casi las únicas cosas que no han cambiado en España desde 1978 son los tópicos (paella, sangría, siesta,...) y la Constitución. Y esto ya va siendo una anomalía histórica. En los últimos tiempos estamos viendo de forma continua manifestaciones de descontento popular con diversos aspectos de nuestra realidad política. La clase política está muy desprestigiada frente a la opinión pública. Los episodios de corrupción entre (algunos) políticos son permanentes y afectan a todos los colores del arco parlamentario. Sólo son excepciones aquellos partidos pequeños que (todavía) no han tocado poder. Las formas electorales son puestas continuamente en entredicho desde todos los frentes, y los (presuntos) privilegios de los políticos son fuente de disensión pública. Los cargos electos no tienen que responder ante sus electores, sino ante los que mandan dentro de su partido, que lo han colocado en las listas, en un buen lugar. El Estado Autonómico, desarrollado a partir de la Constitución, ha sido muy beneficioso en muchos aspectos, pero ha generado vicios y defectos que ya resultan inadmisibles. En muchos casos, han contribuido al gigantismo de la Administración Pública, con solapamiento, a menudo, de competencias. Y hay conflictos territoriales en diversas partes del Estado. Hoy en Catalunya de forma muy evidente, con un claro desafío separatista; pero de forma algo durmiente también en el País Vasco; y larvados en otras partes de España. La única reacción a todas estas disfunciones que aporta el Gobierno de Rajoy es apelar al Imperio de la Ley, con la Constitución (inamovible) como losa eterna, como si la Constitución de 1978, tal cual es, tuviera alguna posibilidad de ser la Carta Magna de España todo lo que nos queda por vivir, y de regir la vida de nuestros hijos y de nuestros nietos hasta el final de los tiempos. Parece que entienden la democracia como si fuera binaria (se tiene o no se tiene). Olvidando, por ejemplo, que calificamos a ciertos países de democracias imperfectas que podrían, en el límite, convertirse en estados fallidos. Parece que ven la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Pero la democracia no es binaria, sino que tiene grados. Y este país no se merece quedar estancado en la democracia que se supo (y se pudo) implantar con la Constitución de 1978. No podemos (ni debemos) renunciar a luchar por una democracia mejor, menos imperfecta. La Constitución de 1978 fue el marco legal encomiable, dadas las circunstancias, para la Transición Política de España. Pero la propia Transición tuvo un ámbito temporal que, de forma arbitraria, podríamos definir como 1975-1996. Tomando como final la vuelta al poder de la derecha del Partido Popular, tras los catorce años del gobierno socialista de Felipe González. La conclusión es que ya no estamos en la Transición. Estoy convencido de que la Constitución de 1978 fue un trabajo brillante e inteligente, de fino encaje, generoso por parte de muchos, que permitió cambiarle la piel a este país de forma totalmente pacífica. Lejos de mí la más mínima crítica a la Constitución. Sólo que, en casi todos los aspectos, no ha evolucionado en paralelo a la evolución de España y de los propios españoles; y que hoy debemos ambicionar dar un paso adelante, con el fin de conseguir un funcionamiento democrático del Estado de mayor calidad. Lo que en 1978 resultaba prácticamente imposible, hoy debe ser nuestro objetivo para los próximos tiempos. Si tomamos como ejemplo a nuestro vecino del Norte (Francia), veremos que su sistema político actual es la V República. Esto significa que ha habido otras cuatro, que han cedido el paso a la siguiente, con una nueva Constitución. Tras la Segunda Guerra Mundial, en Francia se proclamó la IV República, siguiendo el modelo de la Tercera, que regía antes de la guerra. Pero su forma de definición y distribución de poderes provocó una elevada inestabilidad de los sucesivos gobiernos (hasta 21 primeros ministros en el período 1946-1958). La IV República entró en agonía con la revuelta de los militares de Argel, que exigieron que Charles de Gaulle (el héroe bélico de la Francia Libre) fuera nombrado primer ministro. Este aceptó, con la exigencia de reformar el estatus político, con una nueva Constitución. René Coty, el último Presidente de la IV República, siguió en su cargo hasta la proclamación de la V República, y la elección de Charles de Gaulle como nuevo Presidente de la República (8 de Enero de 1959), ahora dotado de los máximos poderes ejecutivos por la nueva Constitución. De Gaulle mantuvo ese cargo hasta 1969 y, de hecho, fue el primer Presidente de la República elegido por sufragio universal en 1965. Hoy, en Francia, hay muchas voces que claman por una nueva vuelta de tuerca en el perfeccionamiento democrático y el advenimiento de una (hipotética) VI República. Este tipo de evoluciones es obligatoriamente muy lenta, pero es muy probable que esa nueva República acabe siendo una realidad en una o dos décadas. Mientras, en España, estamos viviendo una época de muchas tensiones. A las que el Gobierno, como respuesta, sólo esgrime la Constitución como una ley inamovible, paradigma de la Democracia en mayúsculas. Sin atender al hecho de que, con los ojos de hoy, la España de 1978 que dio a luz a esa Constitución (que, repito, fue una obra casi perfecta para su época), resulta un anacronismo ampliamente superado y forma parte (casi) de la Edad de Piedra. Recientemente hemos podido oír a Ramón Jáuregui (un veterano y sesudo político del PSOE) hablar de un (improbable) acuerdo al final de esta legislatura en 2015, para abordar una modesta renovación constitucional en la siguiente. Con el (casi único) objetivo de sofocar las tensiones territoriales, hoy manifestadas de forma muy evidente en Catalunya. Todos los políticos son reticentes a abrir el melón constitucional. Algunas veces por motivos genuinos (este es un proceso complicado y delicado, que requiere de muy amplios consensos, que suponen renuncias de todas las partes), y otras por motivos espúreos (cualquier cambio constitucional se convertirá en un ataque frontal a muchos de los privilegios de los políticos, a los que tanto y tan rápido se han acostumbrado). Pero ya hay demasiadas cosas en la realidad actual de España que no encajan en la Constitución de 1978. En estos casos no se puede forzar la realidad para que se ajuste a la Ley, sino que hay que trabajar para adaptar la Ley a la realidad del país y de sus ciudadanos. Con mucho cuidado y grandes acuerdos, pero con cierta premura. Hay que empezar a definir la tarea, aunque quizá no convenga llevarla a cabo hasta que hayamos superado la grave crisis económica y de desempleo que nos asola. Pero hay que definir una hoja de ruta y un calendario tentativo, cuanto antes. Desde mi punto de vista, es ya imprescindible que la Constitución defina con claridad todos los derechos de los ciudadanos (obligando así a todos los gobernantes, sean de la tendencia que sean), Creo que conviene reconocer en la Carta Magna el carácter plurinacional de España, y ajustar el Estado a un modelo autonómico más perfecto, o a un modelo de corte federal homologable con otros países (como Alemania, en nuestro entorno más próximo). Creo imprescindible definir con claridad (y desarrollar de acuerdo a eso) que España es un estado laico y, por ello, ya no tiene sentido la existencia del Concordato ni que los actos oficiales del Estado sean ceremonias católicas. Sin perjuicio, por supuesto, de que todos los ciudadanos (incluyendo a los políticos, claro) tienen el derecho personal de tener sus propias creencias religiosas. Yo no soy especialmente monárquico, pero tampoco soy antimonárquico. Sí creo, sin embargo, que hay que revisar el modo de Estado, porque una Monarquía instaurada por el anterior dictador ya no tiene mucho sentido en el siglo XXI. Que España pueda convertirse en una República Federal (por ejemplo) no debería asustar a nadie. Muchos de los países de nuestro entorno más próximo son Repúblicas, si bien es cierto que, en Europa, también hay algunos países, con democracias de mucha calidad, que siguen siendo, formalmente, Monarquías hereditarias de corte tradicional. Todo ello sin perjuicio de reconocer que Don Juan Carlos ha prestado a este país muchos y excelentes servicios, aunque oscuros episodios de corrupción salpican su entorno más inmediato, y sin empacho en aceptar que el Príncipe Felipe es un estadista excelentemente formado y un magnífico representante de España ante todo el Mundo. No me turbaría lo más mínimo, por ejemplo, pensar en una III República Española cuyo primer Presidente pudiera ser Felipe de Borbón, pero desprovista del carácter hereditario. Comprendo que el concepto de República Española, en la vivencia, recuerdo e imaginario de muchos ciudadanos, está asociada a episodios muy tristes. Porque es cierto que, tras la victoria del Frente Popular en Febrero de 1936 y, muy especialmente, tras el Alzamiento y durante toda la Guerra Civil, la II República se convirtió en la práctica en un estado fallido, y el poder cayó, en muchas zonas, en las manos sectarias de comunistas y anarquistas. Pero conocer la historia es el mejor antídoto conocido para no estar condenados a repetirla. En una reciente cena con unos amigos en Barcelona, uno de los comensales, que nunca había estado emocionalmente próximo a los principios soberanistas o separatistas, hoy se ha pasado a ese frente, con un argumento que me parece necesario que todos los españoles conozcan: la situación actual obliga, en cierto modo, a hacer un "reset" del país y empezar de cero; y eso no creo que sea posible en el entorno del Estado español. Pero tengo la confianza de que sí sepamos hacerlo con un perímetro mucho más reducido. Parece inevitable que en territorios con fuerte carácter propio (como Catalunya o el País Vasco) haya un cierto porcentaje de la población (que yo estimo en el entorno del 20-25%) que se sientan emocionalmente separatistas, sin más consideraciones. El drama actual en Catalunya es que hay otra capa importante de la población (otro 25% como mínimo, estimo yo) que ya desesperan de conseguir que España (que los políticos españoles) sea capaz de evolucionar legal y constitucionalmente como ya es necesario e imprescindible para adecuar las leyes fundamentales a la realidad del país. Para ellos, el soberanismo o separatismo es una esperanza que les da cierta confianza en el futuro. Una esperanza que España parece negarles. Por todas estas consideraciones, pienso y creo que un proceso constituyente (un cambio de régimen, en cierto sentido) es absolutamente necesario e imprescindible en España. Y cuanto antes, mejor. No hace falta que se produzca mañana, pero sí es necesario que mañana se empiece a hablar de ello, se empiece a definir una hoja de ruta y se empiecen a construir los acuerdos necesarios y a aceptar las renuncias exigibles. De ninguna forma podemos aceptar que un número creciente de ciudadanos de hoy (y del mañana) no se sientan identificados con su Constitución y con su país. Lo que me genera más desconfianza es darme cuenta de que en 1978 había muchos estadistas, en todos los frentes, dispuestos a trabajar por y para España. Y entre los políticos de hoy (en el gobierno y en la oposición de todos los colores) no veo más que profesionales de la política, funcionarios de alto nivel hábiles en la gestión del día a día, pero carentes de la visión de conjunto, de la noción del largo plazo (más allá de las próximas elecciones) y de los altos vuelos necesarios para que a un político le podamos llamar estadista. Ojalá me equivoque, y este imprescindible proceso constituyente pueda empezar a ser una perspectiva viable desde el próximo lunes. Por el bien de todos. JMBA P.S. En este artículo he optado por no incluir imágenes, para no desviar la atención del tema principal.Revista Sociedad
En 1978 lo pagábamos todo con las pesetas, sólo hacía dos años y pico que había fallecido (en la cama) el Dictador que gobernó España durante casi cuarenta años y viajar de Madrid a Zaragoza (y Barcelona) suponía recorrer cientos de kilómetros por una carretera de una sola calzada, con un carril por sentido, atestada de camiones. O viajar de Madrid a Burgos (o a París, para el caso) suponía coronar el Puerto de Somosierra (1.444 metros de altitud) por una carreterita de calzada única, frecuentemente afectada por la nieve, durante el período invernal.