El pasado domingo 28 de abril me tocó, por primera vez en mi vida, formar parte de una mesa electoral. Debo confesar que cuando me lo notificaron me cagué en todo lo que se menea, como dice mi cuñada, especialmente porque me privaba de seguir las elecciones como a mí me gusta: estando pendiente desde los primeros datos de participación hasta el resultado final de todos los medios de comunicación a mi alcance.
La experiencia, que comenzó un par de semanas antes con la lectura y relectura del Manual de instrucciones para las personas que integran las mesas electorales que me hicieron llegar desde mi Ayuntamiento y que no estaría de más que todos hojeáramos, fue intensa y me llevó a unas cuantas conclusiones que paso a detallarles.
El pago por ser integrante de una mesa electoral en España está estipulado en 65 euros libres de impuestos (solo faltaría). 65 euros por unas dieciséis horas de trabajo casi ininterrumpido asumiendo, especialmente en el caso de la presidencia, una responsabilidad importante que lleva a estar en vilo toda la jornada. ¿Sería descabellado que fueran personas procedentes de las listas del paro quienes integrasen las mesas electorales? ¿No sería razonable que esos 65 euros, que en cualquier caso no son pago suficiente dada la labor, fuesen a parar a bolsillos de personas que seguramente los necesitan más y que, además, tienen el día posterior libre? Porque por mucho que por ley pueda disponerse de cinco horas al día siguiente para descansar les aseguro que los autónomos, una vez más, no nos podemos permitir ese lujo porque nadie nos abona las horas de trabajo perdidas.
Los representantes de partidos políticos presentes en un colegio electoral (interventores y apoderados) son, en algunos casos, entes que están más por la labor de perturbar que de contribuir a un buen desarrollo de la jornada democrática si de anotarse un voto se trata, llegando incluso al punto de rozar el límite de lo legal. Y aquí debo sin embargo agradecer enormemente que otros estén para lo que deben estar, es decir, para velar porque todo vaya bien y para echar una mano valiosísima, junto con el representante de la administración, a los que forman la mesa.
Los mayores siguen participando muchísimo más que los jóvenes. Aquellos que no pudieron votar durante años valoran enormemente poder hacerlo. En mi mesa una votante de cien años me aseguraba que mientras estuviese viva no iba a desaprovechar una oportunidad que tanto le había costado tener. Muchas personas con dificultades físicas se acercaron y expresaron su agradecimiento por poder ejercer su derecho al voto. Tras algunas de estas experiencias se me hizo mucho más llevadera la jornada.
Tenemos el enorme privilegio de poder elegir a nuestros representantes políticos sin interferencias y libremente, gracias a un sistema electoral que podrá ser mejorable, no lo cuestiono, pero que permite que al menos tres personas designadas por sorteo velen porque quien se acerca a una urna pueda votar lo que desee. Por eso me alegré tanto de que la participación fuese tan alta. Por eso me entristeció que muchísimos jóvenes que claman por algunos derechos no hicieran uso del derecho por excelencia, el de decidir qué quieren que ocurra en su país durante los próximos cuatro años. Pero también por eso me fui a casa, pasada la madrugada, con la satisfacción de haber participado desde el otro lado de la barrera en el enorme engranaje que posibilita que los que van a gobernar este país hayan sido elegidos desde la libertad.