Revista Arte
Elegir entre la destrucción o la construcción de algo es el mito artístico de lo posible.
Por ArtepoesiaA las orillas del final de un continente imaginario se alzaría sobre la tierra la construcción más grandiosa nunca erigida. Cuando el pintor Bruegel vuelve a decidirse por crear una obra parecida (la anterior torre de Babel la había pintado en el año 1563, Museo de Historia del Arte de Viena) volvería a componerla al lado y muy cerca de un mar. ¿Cómo si no poder transportar mejor los ingentes ladrillos que se necesitaran para llegar a construirla? También sería por las características tan marítimas de su propia litoral tierra holandesa, tan cercana al mar, la que recrearía entonces su paisaje anacrónico y deslocalizado de aquel suceso bíblico tan desastroso. A diferencia de otras obras de la torre de Babel, en esta el pintor flamenco apenas sitúa ahora seres humanos visiblemente definibles en su obra. Están ahí, pero no se distinguen ahora bien por la perspectiva tan principal que la obra renacentista dispone tan solo para la propia torre. Esto realzará aún más la construcción frente a los constructores. Es como si aquélla tuviese vida propia o fuese, realmente, la que acabase por ser la creadora en vez de la creada. Así, sería entonces la destrucción, no la construcción, del poderoso engendro endiosado que habría dominado por entonces la vida, los deseos, la voluntad o la propia fatiga de los hombres. Los seres humanos se habrían decidido ya, por fin, y colaborarían entonces juntos para deconstruir ahora aquella poderosa maquinaria divina, esa misma que, alzada cerca de las nubes ahora, manejaría por entonces al mundo, a sus seres y a todos los designios de su sentido terrenal. Porque quieren ahora ser ya ellos libres, quieren los hombres dejar ya de ser controlados por esa fuerza ajena a ellos mismos, esa misma fuerza divina que los habría dominado en sus querencias, en sus llantos, en sus alegrías o en sus fracasos. Y por eso mismo no estarían ahora ya construyendo sino destruyendo la torre...
Es el mismo sentido bíblico, además. Porque la idea de una creación artificial tan enorme fue un fracaso en sí misma, acabaría siendo una demolición gigantesca luego, sería, así mismo, un intento malogrado en su desarrollo y en su finalidad. ¿Cómo abandonar algo entonces que habría sido ya alzado así con el esfuerzo tan ingente de tantos sacrificios? Para enfrentar ahora el mito sagrado con una racionalidad antropológica más extensiva, ¿no sería mejor entendido ese suceso como algo más conforme a la sagacidad de una liberación humana que a la maldición divina por el engreimiento humano de un poder terrenal, sin embargo, apenas muy creíble? Lo que sucedería entonces mejor sería una liberación, un intento de liberación y no una maldición dialéctica o verbal de la divinidad sobre los hombres. Fue la destrucción de un poder divino sobre la humanidad lo que llevaría a ser el mito de Babel una realidad más acorde con el destino luego de los humanos en su historia, algo que dejaría desde entonces a los hombres liberados así para poder hablar no solo con el lenguaje que ellos quisieran sino, sobre todo, a poder elegir ahora también entre la construcción más elogiosa o la destrucción más definitiva. Tiene más sentido entonces el mito en una decisión de ejercer una libertad terrenal humana que en una decisión de querer acercarse a la divinidad. Porque el poder no es construir juntos para prosperar dirigidos hacia un bien elevado sobre ellos mismos que les haga ahora acercarse a su dios. No, el poder es mejor destruir ahora aquel símbolo endiosado universal, ese mismo ente poderoso que, desde el principio de los tiempos, habría manejado a su albur divino el sentido terrenal de la vida de los hombres.
En la obra de Pieter Bruegel (1525-1569) están ahora mejor los seres destruyendo que construyendo la torre poderosa... Tienen que hacerlo así mismo, como si la construyeran, para poder conseguir ahora dominar, desde su propia libertad, la tierra que dispondrán luego a su antojo. Es ahora aquí el gesto de la destrucción, desde sus niveles altos, lo que veremos en la obra de Arte llevar a cabo. Vemos ese gesto destructivo de la torre desde sus alturas con el que ahora los hombres, poco a poco, acabarán con la opresión de unos dioses o de un dios que trataría de condicionar todo el sentido humano de su historia. ¿No se hacen las mismas tareas manipuladoras desde la propia voluntad humana tanto para crear como para destruir? En una obra de Arte sucede lo mismo también, ya que es imposible llegar a saber exactamente el sentido real de una acción humana en una obra ante las limitadas composiciones de unos rasgos artísticos tan ambivalentes o tan ambiguos; de unos trazos pictóricos ahora tan indefinidos por el propio espacio estético de un instante tan limitado. Poder ajeno o libertad propia, destrucción o construcción... ¿Cómo saber qué será en cada cosa finalmente lo elegido? En la conciencia legendaria o en su propia historia el ser humano decidió, en cualquier caso, poder libremente elegir algo para llegar así a obtener un determinado fin. ¿Cuál finalidad fue entonces la más realista? ¿Erigir una torre para poder llegar hasta el cielo mismo, hasta la divinidad tan necesitada o alabada por los hombres (algo elogioso y sagrado) o, mejor, exorcizar el poder divino que coartaba tanto la libertad de los hombres? Aunque el mito bíblico planteaba lo contrario, es decir, que la voluntad terrenal de los humanos, su soberbia constructiva, fuera coartada al determinar Yahvé que se confundieran ahora hablando lenguas diferentes. Pero, ¿no era esto mismo una forma de poder divino para así mermar la libertad de los hombres? Sólo cuando alguno de los más avezados hombres llegara entonces así a comprenderlo, empezarían por destruir su propia limitación humana generada por esa misma divinidad que, antes sin embargo, adoraran ellos subyugados.
El pintor renacentista holandés plasmaría la figura ingente de la torre en un primer plano poderoso. El paisaje es aquí limitado, no es muy grandioso. Ni montañas, ni riscos, ni ciudades, ni caminos, solo el horizonte de un mar y una nubes ahora ofuscadas como fondo de un deseo humano tan inevitable. La tierra y el cielo están divididas equidistantemente aquí en la obra. Una línea imaginaria divide horizontalmente en dos mitades iguales un mundo del otro en el cuadro. Sobre ella se sitúa el temible engendro poderoso que el propio deseo de los hombres consigue evitar culminar. Son entonces representados en el cuadro los tres planos o las tres dimensiones del mundo: el celeste idealizado e inalcanzable, el terrenal subordinado y contingente, y, finalmente, el poder terrenal simbolizado por la propia torre y dividido aquí, además, sin embargo, entre el designio divino universal y el impenitente deseo de los hombres. Ambas voluntades se enfrentan ahora en la erección de un mito sagrado que el pintor nos hace ver con la representación de esas tres dimensiones abstractas. Las mismas que el psicoanálisis freudiano desarrollaría con los tres conceptos psíquicos del Superyo, del Yo y del Ello. Aquí, en la obra renacentista de Bruegel, el Yo estaría ahora simbolizado en la acción de la construcción-deconstrucción de la torre hercúlea. El que sea una u otra cosa dependerá del Ello, del plano terrenal que condicionará siempre la vida y el inconsciente de los seres humanos anhelosos. ¿Querremos entonces mejor dominar la tierra o, a cambio, dominarnos a nosotros mismos? Si fuese el primer caso destruiremos la torre, si fuese el segundo caso la construiremos ahora, decididos, sin dudar.
(Óleo La pequeña torre de Babel, 1568, del pintor Pieter Bruegel el viejo, Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam, Holanda.)
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