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Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)

Publicado el 02 octubre 2012 por 39escalones

Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)

Acostumbrados estamos a que el cine, especialmente cuando proviene de Hollywood, adapte torpemente grandes obras literarias hasta el punto incluso de desvirtuar personajes inmortales introduciéndolos en situaciones estúpidas, sembrándolos de inconsistencias, incoherencias o características chapuceras de las que carecen en el original literario o, simplemente, alterando las tramas y situaciones hasta desnaturalizar las historias, sus claves, sus valores y sus protagonistas. Esto, que antaño era terreno exclusivo para la parodia, con el tiempo y el mal proceder de algunas producciones se ha convertido en moneda corriente; tal es así, que directamente hay obras literarias, cuanto más famosas en mayor grado, de las que no existe ni una sola adaptación potable. Pero, afortunadamente, también se da la situación contraria, la capacidad de unos pocos genios para, partiendo de personajes inmortales, ser capaces de innovar, de introducir matices, cambios, de atreverse a ir más allá con otras tramas, situaciones y vivencias alejadas de los libros de ficción o de las crónicas históricas, y resultar magníficas. Un caso palmario es la excelente Robin y Marian de Richard Lester (1976). Sherlock Holmes y el doctor John Watson, los eternos personajes de sir Arthur Conan-Doyle (contrariamente a lo que se piensa no obtuvo el título de caballero por su obra literaria detectivesca, sino por sus ensayos literarios sobre la guerra contra los bóers en África del Sur), han sufrido las dos caras de la moneda: reducidos a mera idiotez estrambótica por las películas de Guy Ritchie pero también elevados y santificados por la genial -aunque incompleta, mutilada- La vida privada de Sherlock Holmes (Billy Wilder, 1970). Entre una y otra se encuentra esta Sin pistas (Without a clue), dirigida en 1988 por el televisivo Thom Eberhardt, que se atreve a mutar las personalidades, comportamientos y esencias de las clásicas novelas y relatos de Holmes sin por ello contradecir las notas que les son características, ofreciendo una historia amena, entretenida, divertida y plena de humor inglés.

John Watson (Ben Kingsley, de nombre real Krishna Bhanji) es un médico militar, veterano de las campañas de Afganistán (desastrosas para el Imperio Británico, por cierto), que vive en Londres ya retirado y gracias a su pensión. Como en los clubes y círculos sociales que frecuenta y de los que no desea ser excluido su afición en este tiempo, la investigación y resolución de casos policiales, está muy mal vista, como todo lo que suene a plebeyo o mundano, tiene que desempeñarla digamos “de tapadillo”, y por eso ha inventado una figura admirable, íntegra, infalible, un prodigio de mentalidad deductiva y un tesoro de habilidades de lo más útiles pero infrecuentes, un detective consultor llamado Sherlock Holmes. Mientras podía asesorar a distancia a incompetentes de Scotland Yard como el inspector Lestrade (Jeffrey Jones) desde el 221 B de Baker Street, todo iba bien: obtenía crédito público para su personaje, su otro yo, mientras que ganaba cuantiosos beneficios gracias a la impresión de sus historias en el Strand Magazine (una de las revistas que en la realidad publicó los relatos de Conan-Doyle, y que ya aparecía también en la película de Wilder como lugar en el que Watson publicaba sus diarios de las investigaciones). Pero, a medida que la cantidad y la entidad de los casos a resolver se hacía más compleja y la expectación hacia Holmes crecía entre el gran público, Watson necesitaba encontrar una solución al hecho de no poder presentarse personalmente como detective, bajo riesgo de que sus conocidos y amigos de la alta sociedad renegaran de él. La suerte, la casualidad y la inspiración de su genio le trajeron la vía de escape: contratar a un mal actor, acabado y patán, Reginald Kincaid (Michael Caine, de nombre real Maurice Joseph Micklewhite Jr.) para dar vida a su detective, Sherlock Holmes (Kincaid es tan pésimo como actor que la única crítica “positiva” que es capaz de recordar dicha de él alaba su capacidad para despertar risas… en un drama). Lo que en principio es una fructífera asociación (Kincaid aprende las lecciones que Watson le repite sin cesar y no hace sino exponer los casos resueltos en público siguiendo las instrucciones que su jefe le transmite) empieza a estropearse cuando “Holmes” se ve crecido, absorbe el protagonismo público, y da la impresión de sentirse autosuficiente, de pretender volar solo. La incompetencia de Kincaid y sus malas maneras con Watson en privado -aparte de su carácter borrachín, mujeriego, vividor, informal- hacen que la sociedad se rompa. Watson crea un nuevo personaje, “El Doctor del Crimen”, pero no tiene éxito y nadie le hace caso fuera de Baker Street. Por lo que, cuando el responsable del Banco de Inglaterra se presenta una noche junto con Lestrade en las habitaciones del famoso detective para comunicar el robo de las planchas auténticas que sirven para fabricar los billetes de cinco libras, a Watson, que sospecha que su viejo enemigo, el profesor Moriarty (Paul Freeman), anda en el ajo, no le queda más remedio que volver a contratar a Kincaid, porque sin Holmes no hay caso…

Con modos y maneras televisivos, Eberhardt nos conduce con pulso firme, tono ligero y gran fidelidad a los esquemas de las historias canónicas de Holmes y Watson (excepto, como se ha dicho, en la verdadera naturaleza y relación entre ambos) por un misterio de robo, secuestro e investigación minuciosa en los típicos ambientes manejados por Conan-Doyle, las tabernas de los barrios bajos, el puerto de Londres, la campiña, los despachos de la capital del Imperio, los subterráneos de la ciudad, los canales del Támesis, los teatros, los salones y las plazoletas y callejones por los que se mueven los personajes habituales de sus historias, los golfillos que investigan para el detective (estupendo gag el del reloj de oro robado a Holmes por uno de los chavales en cada ocasión que se ven), para Watson en este caso, los policías de uniforme paseando entre la niebla o vigilando en las esquinas, las torpezas y precipitaciones de Lestrade, la damisela en apuros (Lisette Anthony) cuyo padre ha sido raptado, los cocheros, los criados, las doncellas, los esbirros de la noche, los borrachos y los carteristas, los matones de Moriarty y, por supuesto, él mismo como encarnación de la diabólica mente criminal antagonista de Holmes -mejor dicho, de Watson). A eso hay que añadir el famoso 221 B de Baker Street recreado minuciosamente, así como los amorosos cuidados de la señora Hudson (Pat Keen), aunque con una gran diferencia: ella también está al corriente de que Holmes no es más que un actor aficionado a las faldas y a la bebida, y bastante más que incompetente, necio y torpe como detective (su forma de hacerse cargo del caso antes del clímax final resulta de lo más desternillante).

La gran virtud de la película, una pequeña delicia de 105 minutos, está en que Eberhardt consigue contar una historia diferente atreviéndose incluso a mutar la naturaleza de sus inmortales protagonistas para dotarla de mucho humor e ironía -algunos diálogos y réplicas resultan de lo más ingeniosos y divertidos-, pero, y esto es lo más importante, sin alterar la esencia de la relación entre ambos -sus notas características siguen estando presentes; lo que hace la película es repartirlas de diferente modo entre ellos, además de introducir el humor gracias a la excepcional labor de Michael Caine, que está espléndido tanto de Holmes como de Kincaid- y sin pervertir de ningún modo los elementos y la combinación de los mismos que se encuentran en las historias de Sherlock Holmes: el misterio, la deducción, la persecución de los sospechosos, las secuencias de acción (tanto en el puerto de Londres como en los sótanos del teatro, con Kincaid haciendo de sí mismo florete en mano en un delirante duelo con Moriarty). Además de eso, la puesta en escena resulta tan sobresaliente como el cine y la televisión británicos nos tienen acostumbrados en sus productos de época, y la partitura de Henry Mancini contribuye decisivamente a acredentar esa personalidad doble de la película, el misterio y la acción trepidante cuando es menester, y la ironía y el sarcasmo del choque de personalidades entre Kincaid y Watson y el humor derivado de las torpezas del falso Holmes.

En resumen, una comedia nada irreverente con los personajes y las historias de Conan-Doyle, que puede satisfacer a los holmesianos más intransigentes gracias a la inteligente introducción de innovaciones cómicas para ir más allá de una mera adaptación tradicional, y un misterio en toda regla en el que Holmes y Watson vuelven a callejear por las noches londinenses siguiendo el rastro del ladrón, del asesino, del criminal, aunque esta vez es Watson el que va primero.

Una vez más: ¡¡empieza el juego!!


Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)

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