
Sea como fuere, hay veces que nos llega un sonido desde el infinito que nos persigue y nos obliga a ir en su busca. Un sonido que es como el eco de las olas cuando nos acercamos una caracola al oído, o como una melodía de jazz que desconocemos pero nos atrae, o por qué no, también puede ser el runrún de la poesía, de un poema o de la mano del poeta que lo escribió. Eso, o algo muy parecido, le ocurrió a Elizabeth Smart, el día que en su vida se cruzó un libro de poemas de George Barker en una librería de Londres, pues igual que el hierro candente que es capaz de herirnos más allá de la piel, ella sucumbió ante la obra y la figura del hombre que soñó igual que la más tenebrosas de las pesadillas. En esa íntima oscuridad que no entiende de medidas ella transformó un encuentro fortuito en una tormentosa y suicida historia de amor que nada ni nadie supo impedir o tan siquiera predecir sus consecuencias. Unas consecuencias que más allá de una exacerbada anatomía del amor, ha dejado para la posteridad una novela escrita como si fuera un largo poema en el que no cabe otra cosa que no sean los versos cargados de metáforas que simbolizan un deseo, un despertar, un sueño…, pero también una desdicha, una pesadilla, o por qué no, una última esperanza.
Laura Freixas, en la edición de la Editorial Lumen, nos ilumina acerca de la autora y su época en un magnífico prólogo titulado, La resurrección de la letra muerta, y también, sobre el fuerte componente de estilo que atesora, pues en esta novela autobiográfica se concitan —a través de la prosa poética con la que fue escrita—, una buena parte de las tendencias literarias de la época en la que fue publicada (1945), ya que la autora juega de una forma magistral con la escritura automática, la meta literatura, el collage o la perfomance de unas imágenes que se superponen y yuxtaponen a lo largo de las diez partes en las que se divide. Todo cabe En Grand Central Station…, como todo cabe en el amor, pues armoniza y derriba las murallas de un universo íntimo que sólo entiende del egoísmo hacia la persona amada, para de ese modo, reclamar la libertad sin fronteras que representan: la reivindicando sin mesura de la presencia del otro, pero también de su tacto, de su imagen, de su pensamiento…, como si todo formar parte de una exacerbada anatomía del amor.
Ángel Silvelo Gabriel.