Y un pimiento. Del padrón. De esos que unos pican y otros no. De los sabrosones con su sal gorda y su rabito para no mancharse los dedos. Arrugaditos sin llegar a churruscarse. Con el morbo del ardor inesperado. Qué no daría yo por unos pimientitos, un lacón con grelos, unas buenas fabes con almejas, unas pochas o un cocido con su morcilla, su chorizo y su panceta. Qué me dicen de un chuletón a la piedra, un bacalao al pil pil o un txangurro en condiciones.
Por si no me lo habían notado en la cara de acelga, estoy a dieta. Y estoy pasando hambre. Mucha. Lo mío es hambre placebo. De la que nace en el hipotálamo más que en el estomago. Mis tripas están ya acostumbradas a todo tipo de perrerías dietéticas y se conforman con un mendrugo de pan. Pero mi hipotálamo no. Ese sabe lo que es bueno y tiene complejo de gourmet. Mi hipotálamo quiere foie del bueno, del que se acompaña con mermeladas sin endulza,r y carabineros de los que nada tienen que envidiar a la mejor de las cigalas.
Es posible que ustedes sean personas comedidas y razonables que hacen dietas de esas de endocrino a base de verduritas, pescadito a la plancha y dos piezas de fruta. Es muy probable también que ustedes no lleven en su ADN el gen que te condena a la compulsión. Yo lo tengo. Todo parece indicar que en homocigosis y con redoble de tambores. Ya les dije en mi debut que soy de naturaleza compulsiva. Con todo. Lo mismo me engancho a la ginebra, que a twitter, las niñas, las peripecias de los Stark de Winterfell o a las peladillas saladas. Mi vicio es indiscriminado.
A mí no me vale cualquier dieta. Para saciar mi afán redentor necesito dietas radicales. De las de sufrir. Sin medida. Gracias al cielo no estoy sola en esto. Hacer dietas une. Mucho. Así intimamos mi amiga la de Albacete y yo. Matándonos a cremas de champiñón del Tesco. Desde entonces lo hemos probado todo. La dieta de la ginebra sin marca. La de las sopas de lata. La des los dos paquetes de tabaco diario. La del medio kilo de requesón con sacarina. Y también la de los yogures robados.
Fuimos pioneras en la Dukan cuando era una dieta reservada para los post-partos parisinos. Nadie sabrá nunca la cantidad de latas de sardinas y boquerones que pudo comerse esta albaceteña de metro ochenta. Aquello fue cuando, tras ponerse veinte y no sé cuantos kilos en el embarazo de su segundo, fue atacada por un catarro infernal. Quiso tomarse un chutecito de Dalsy para paliar los síntomas y calculando por kilos le salió que tenía que tomarse ocho botes. Del tirón.
Recientemente hemos encontrado la horma de nuestro zapato alimenticio. Ustedes no saben lo que es pasar hambre si no han hecho la dieta del Amapur. Esta dieta suiza es el culmen de la aberración culinaria. Se compra por semanas y durante la duración de la misma uno no ingiere nada que no salga de la caja que te envían. Se hace una “comida” – hay que tenerlos muy cuadrados para llamarle a esto “Amapur meal”- cada hora de una selección de brebajes y potinges bastante variada.
Puedes elegir entre unos frapés dulces con regusto radioactivo de distintos sabores o unas sopitas variadas de dudosa procedencia. La ración de muesli es el equivalente a una broma de mal gusto aunque yo le he acabado cogiendo cariño al de naranja. El producto estrella son las galletitas en sus variantes dulces, saladas o picantes. Puedes tomarte dos galletitas del tamaño de una moneda de céntimo cada hora.
Las ganas de comer se te suelen pasar en un día. Las de vivir a lo sumo en dos. El tercer día lo ves todo muy negro y el cuarto no sabes si hincarle el diente a tu marido así o matarlo primero. Total con lo rebuena que me voy a quedar ya me buscaré otro. Pero el quinto… Ay amiga, el quinto día casi te cierran los vaqueros. Casi. En ese momento decisivo te vienes muy arriba, te metes en internet y encargas tu segunda caja. No hay dolor.
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