Recuperación, corregida y con variantes/ampliaciones/matizaciones de un artículo aparecido en aquel fanzine que lanzase la muchachada de Ultramundo hace ya casi un año, que todavía se puede ver aquí y que contenía también otro texto de un servido sobre Mi nombre es ninguno, a su vez ampliación del originalmente aparecido dentro de este blog.
Le llamaban Trinidad (Lo chiamavano Trinità)
Director: Enzo Barboni (E.B. Cloucher)
Italia
1970
104 min.
Música: Franco Micalizzi
Fotografía: Aldo Giordani
Guión: Enzo Barboni
Reparto: Terence Hill, Bud Spencer, Farley Granger, Elena Pedemonte, Steffen Zacharias, Dan Sturkie, Gisela Hahn
Revisitada más de tres lustros después la obra que carga con la cruz de haber finiquitado el spaghetti-western (como si otras no lo hubiesen empujado antes) aparece como un film mucho menos desastrado, mucho más elaborado y quizás también algo menos divertido o como poco destrozón. Como pieza clave para la historia del género no tiene precio. Es la unión definitiva, quintaesencial, de los ya míticos Terence Hill y Bud Spencer con arreglo a una tipología que remite más a Astérix y Obélix que a El Gordo y El Flaco y que ya había quedado apuntada en pretéritas
colaboraciones en terrenos del eurowestern serio (sic.) con aquella especie de tríptico dirigido por Giusseppe Colizzi entre 1968 y 1969 compuesto por Los cuatro truhanes, Tu perdonas… yo no y La colina de las botas. Títulos en los que ya se intuía el potencial de la pareja por más que Spencer no se saliera del bruto a secas y Hill básicamente resultara una variante 2ªB del Django inmortalizado por Franco Nero para Sergio Corbucci en 1966. Pero esta vez todo queda ya determinado: desde el tono o la personalidad de cada uno a los recurrentes motivos cómicos (la comida, por ejemplo, que hasta como fagioli western se rebautizó la variante) pasando por el esquema argumental y la dinámica entre ellos. A partir de aquí todas las películas que hicieron juntos serán variantes sobre esta melodía decantada. Una canción que fue un superéxito tan irrefutable y demoledor como impremeditado, porque la película no tenía mayores ambiciones ni recursos, en cierto modo recogió un sentimiento, una necesidad que flotaba en el aire y que no era otra cosa que el paso definitivo hacia la parodia autoconsciente de un género que ya había llegado al final del manierismo.Como muy bien apuntan, con su habitual barroquismo y lucidez desprejuiciada, Ramón Freixas y Joan Bassa en una estupendo artículo sobre el díptico Le llamaban trinidad/Le seguían llamando Trinidad publicado en el especial de la revista Nosferatu (número 41-42. Recordando Trinidad, pags: 62-68) dedicado al eurowestern, la segunda película del antiguo director de fotografía(1) Enzo Barboni (bajo su recurrente alias de E.B. Cloucher) es una parodia, una burla blanca (bajo la roña), no de los títulos de Leone, es decir del clasicismo del género, sino de los imitadores y degradadores de la fórmula. Le llamaban Trinidad se limita a llevar a la hipérbole lo que otros ya antes se habían
encargado de vulgarizar a base de coger los motivos externos más llamativos y estirarlos. Lo que se ofrece es el reflejo una imagen amablemente deformada y gozosamente puerca que certifica el nivel de autorreferencia al que había llegado el spaghetti-western y sus autores, capaces, como aquí, de detectar las marcas genéricas más reconocibles y la complicidad que se había entablado con un público que a esas alturas conocía el juego a la perfección y además se prestaba encantado a participar de la broma. Porque en este sentido, en el de la parodia, esta película no es en absoluto pionera, la humorada avanza en paralelo al camino del western en Europa, antes o durante Leone. Ya en 1957 las viñetas habían alumbrado al pistolero Cocco Bill, creación ultracaricaturesca y agresiva del gran Jacovitti y dentro del cine había hecho cierta fortuna los filmes dirigidos por Steno a mayor gloria de la pareja de comicastros Walter Chiari y Raimondo Vianello (Los gemelos de Texas en 1964 o Los héroes del oeste en 1965) o los todavía más populares Franco Franchi y Ciccio Ingrassia en artefactos perpetrados por Giovanni Grimaldi (Il bello, il brutto, il cretino, 1967) y su hijo Aldo Grimaldi (Franco e Ciccio sul sentiero di guerra, 1969). También habían aparecido sátiras directas del eurowestern que retomaban, con intenciones tirando a chuscas, la imaginería patentada por el realizador romano, véanse Per qualche dollaro in meno, garabateada por Mario Mattoli en 1966 a mayor gloria del insufrible Lando Buzzaca (y con Vianello reincidiendo) en la que el terceto protagonista lucía la misma caracterización que los protagonistas de El bueno, el feo y el malo o también la supuestamente desenfada y amoral Voy, le mato y vuelvo (1967) del obrero de la cámara Enzo G. Castellari, que amén de prefigurar las peleas con la mano abierta y estar presidida por los engaños a tutiplén de rigor se abre con una secuencia precréditos durante la cual el aguado George Hilton apiola, sin respeto alguno, a unos sosias sandungueros de Lee Van Cleef, Clint Eastwood y Franco Nero en un ejercicio de sorprendente autorreferencialidad que da idea de la temprana toma de conciencia del género sobre si mismo . Y por encima de todas ellas ese auténtico pre-Trinidad que fue Por techo, las estrellas, dirigida en 1968 por el reivindicable Giuliano Petroni aquí al servicio de la imagen de Giuliano Gemma como alternativa pícara y relajada a otros divos del género. Prefigura prácticamente al completo todo el futuro giro paródico en base a una pareja de clowns clásicos, de tipología/psicología análoga a de de Spencer y Hill, haciéndose perrerías mientras escapan de una sanguinaria banda de forajidos comandada por el siempre maligno Federico Boido. El dúo lo formaban en esta ocasión el propio Gemma y el genial Mario Adorf en un rol de bruto noble que no le era ajeno dentro de la comedia italiana de los 60 y conjunto es un film simpático aunque muy menor, con rasgos sorpresivamente líricos y elementos tan curiosos como la aparición de una feria de fenómenos, todo ello potenciado por la maravillosa banda sonora de Morricone, silbido de Alessandro Alessandroni incluido.Así que sin la novedad del enfoque hay que buscar las razones que expliquen (al menos parcialmente) el fenomenal éxito, con niveles de fenómeno sociológico incluso, de la película a la cual acompañaría, sin solución de continuidad, el afianzamiento del binomio como imprescindibles cómicos populares/populacheros de los 70 con su mezcla de tebeismo ramplón, dibujos animados desenfrenados e ingenuidad a la antigua. Quizás parte de la justificación esté en esa falta de pretensiones, unida a una insólita intuición para presionar los resortes adecuados y parte en crear unos personajes que, cargando con multitud de referencias, parecieron nuevos y originales, aplastantemente sencillos, reconocibles pero no derivativos
respeto a ninguno preexistente. A su modo fundaron un nuevo paradigma del género. Una iconografía propia. Lista, a su vez, para ser explotada e imitada.Puede estar aquí la clave de un enraizamiento en el imaginario colectivo/generacional que no solo mantiene viva la llama de Terence Hill y Bud Spencer como figuras icónicas sino que, como toda leyenda, el recuerdo ha agrandado las virtudes o, en este caso, la mugre y las alubias.
Vista hoy la película resulta sorprendentemente mucho más repulida, sigue la suciedad campando a su anchas y las ingestas de engrudo son elemento cómico ya presente (será recurrente en la secuela) pero la impronta de las imágenes es mucho menos desastrada y zarrapastrosa (esto también vendrá con las secuelas y/o derivados.Imposibles de enumerar aquí. Si, los personajes son “brutti, sporchi e cattivi” (principalmente los segundo) pero la puesta en escena es translúcida. Barboni hace que la comicidad nazca de esa misma planificación mucho menos llamativa y rebuscada que la media del género, incluso un poco demasiado funciona(ria)l por momentos; que trabaja casi por contraste,
incrustando a unos personajes abiertamente cómicos, que extreman la estilización comiquera que esté en el mismo tuétano del eurowestern -la sombra de René Goscinny planea permanentemente; los ya mentados Astérix y Obélix aparte el mismo Trinidad casi puede verse como el primo sin lavar de Lucky Luke (el momento en que desenfunda mediante acelerados o la manera de disparar de espaldas en la secuencia de apertura)- en una historia seria y típica del spaghetti o incluso del western americano(2) al que se le guiña un ojo con ese secundario a lo Walter Brennan que compone el recurrente Steffen Zacharias. La historia de unos cínicos, la aportación conceptual más definitoria del western alla’italiana,(3) que se verán, por las circunstancias, obligados a ayudar a unas gentes de bien contra los desmanes de un cacique, interpretado para la ocasión por un Farley Granger de saldo haciendo, como tantos otros, otoñal carrera en el cinema bis europeo.De esta manera todo el film mantiene la compostura formal, dejando que los chistes emanen naturalmente, sin forzar un gag que surge entonces de esa tensión y logra aciertos a veces gruesos –la eficacia del golpe al colodrillo de Bud Spencer-, a veces sofisticados -Terence Hill volviendo a colocar con la punta de su pistola a un matón en su postura original- y otras sutilmente ingeniosos -el vaso que no termina de llenarse o el curioso encuadre que sitúa una vaca en el techo de la taberna que abre la película-.
Unido a esto la cinta ofrece una novedad refrescante frente a la deriva sangrienta y brutalizadora hacia la que avanzaba a finales de los 60 el género (todos los géneros), con su sadismo rampante y sus pistoleros matasiete con elaboradísimas formas de matar. Le llamaban Trinidad opone lo incruento, el salvaje oeste para toda la familia (solo hay cinco muertos en total: dos en la presentación de Hill y tres en la de Spencer. Aunque más por ofrecer exactamente lo que se espera jugando con el tópico que por otra cosa) en donde los tiroteos se sustituyen por los trompazos y los duelos a muerte por cómicas humillaciones. En este sentido llama la atención y funciona con singular acierto la escena en off que enfrenta Trinidad con un par de malcarados hitmen que terminaran sin pantalones mientras la gente (y el espectador) escucha el estrépito y las balas desde fuera, una escena francamente ingeniosa en la que Barboni vuelve a trastear, simultáneamente, con las expectativas aprendidas y con las influencias de la viñeta y el cartoon, efectos de acelerado inclusive.¿Qué queda tras la nostalgia?, pues un fenómeno digno de estudio desde una óptica sociológica e historiográfica, una película de escaso presupuesto y nulas ambiciones que estira demasiado su anécdota y como una gaseosa abierta pierde las burbujas a la hora. Permanece, también, una extraña adhesión primitiva difícilmente racionalizable y un comienzo, este si, verdaderamente antológico, atrabiliariamente icónico: Trinidad, pinrel (oloroso) al aire, repanchigado en unas parihuelas mientras su caballo le remolca por un desierto, remonta un pedregal y badea un río del que, momentáneamente, sale limpio.
1. Entre sus créditos se cuentan trabajos en el peplum -Rómulo y Remo (1961) o El hijo de Espartaco (1962) para Sergio Corbucci-, el gótico – Gli amanti d’oltretomba (1965) para Mario Caiano- y el eurowestern, claro, donde trabajó la luz de títulos como Adios, Texas (1966) de Ferdinado Baldi con el que repetiría en Un tren para Durango (1968), la influyente Django (1966) y Los despiadados (1967), nuevamente para Corbucci en ambas, siendo el director con quien más colaboró, o la extraordinaria El precio de un hombre (1967) de Eugenio Martín.
2. En un curioso guiño, a saber si impremeditado o no, los hermanos ayudan por las armas a una comunidad que rechaza la violencia, los mormones. Igual que lo hacían los vaqueros Ben Johnson y Harry Carey Jr. en la memorable Wagon Master dirigida por John Ford en 1950.
3. “En cambio en el western italiano la cosa es distinta, porque Italia arrastra siglos de historia, y de historia muy dura, y desde la decadencia del imperio romano en la nación ha predominado el engaño mutuo, la trampa, la supervivencia a costa del inocente que aparece. Para la mentalidad italiana, la épica y la grandeza murieron con la decadencia del imperio romano, y por eso sus películas del oeste están alimentadas de cinismo, de engaños, de pitorreo. Esto no significa que los westerns italianos sean por definición peores que los americanos, de entrada porque tienen la lucidez implícita en un pueblo que vivió lo épico, pero lo perdió y lo sabe. Lo cual tiene un valor, como demuestra el hecho de que los propios americanos les copiaran.” “(…) una cosa es que el western tenga dureza, que eso lo tenían todos los western americanos, porque América es un pueblo duro, y otra es que tengan cinismo, que eso lo introdujo Italia, que es un pueblo cínico” Eugenio Martín en Eugenio Martín, un autor para todos los géneros, Carlos Aguilar y Anita Haas, Colección retroBACK, Granada, 2008. Pags: 64-65