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Elogio de la igualdad suprema: La muerte de Luis XIV (La Mort de Louis XIV, Albert Serra, 2016)

Publicado el 11 noviembre 2019 por 39escalones

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Jean-Pierre Léaud es la medida de todas las cosas en esta película de Albert Serra, uno de esos directores tal vez excesivamente autoconvencidos y autocomplacientes con la idea que ellos mismos tienen de su propia y presunta genialidad. El célebre actor francés ilumina con su presencia al tiempo que aporta su personalidad cinematográfica y la carga memorística de su trayectoria en la pantalla esta cinta de época que recoge los últimos días de vida del “Rey Sol”, el monarca que desplazó la hegemonía española en Europa, convirtió a Francia en primera potencia del continente y erigió el Estado hipertrofiado de excesos y despilfarro que alimentaría durante décadas el caldo de la Revolución de 1789. La premisa de la película, tan simple como el agudo dolor en la pierna que, tras un paseo por el campo, obliga al rey a postrarse en su cama de Versalles, es el prólogo del minucioso relato, en lo estético y en lo narrativo, del proceso de agonía y muerte en 1715 del rey más importante y longevo (72 años de reinado) que ha tenido el país galo.

La película sirve asimismo como manifestación de la autoproclamada radicalidad estilística de Serra. Construida con fragmentos seleccionados del proceso de degradación final del monarca tal como se cuenta en las memorias del duque de Saint-Simon, visualmente se vuelca desde el inicio en un esteticismo preciosista plenamente autoconsciente, en una sobriedad y solemnidad formales que, valiéndose de la carga simbólica del rostro de Léaud y del magnetismo minimalista de una interpretación que logra transmitir de la mejor manera el turbulento interior de un personaje que ha tenido el mundo en sus manos y yace ahora prisionero en una cama, hacen de la morosidad deliberada y de la economía del lenguaje su principal baza narrativa. La reconstrucción rigurosa y metódica de los distintos episodios va acompañada de la progresiva humanización del mito; la artificiosidad teatral de los distintos rituales cortesanos (la ceremoniosa parafernalia de las comidas, la aparatosidad banal de las fiestas y recepciones que se celebran en la antesala de la cámara del doliente rey…), el inmenso lujo que rodea al paciente, contrastan con el devenir natural de una enfermedad que poco a poco va pudriendo un cuerpo que, a fin de cuentas, es como el de todo mortal (de lo que Serra va a dejar desagradable constancia explícita en el tramo final del metraje). El hermoso tratamiento formal, la apoteosis versallesca del oropel y la ostentación, choca así con la idea de la inevitabilidad de la decadencia física y de la muerte y con la íntima patología que sufre el rey, el mal de la gangrena que le corroe por dentro y que sirve de inmejorable metáfora al incesante deterioro de la institución monárquica en el largo prólogo prerrevolucionario que le siguió. Este puente que se tiende entre Historia y vida, entre el hombre y el símbolo, así como la capacidad del propio cine para evocar y proyectar estos aspectos en el espectador sin necesidad de mostrarlos, son tal vez los mayores méritos que acredita la película.

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Tan dolorido por la enfermedad como, íntimamente, por el sentimiento de pérdida derivado de verse desvalido y a merced de otros, despojado de su poder y ascendente sobre la corte que todavía finge alabarle y rendirle pleitesía (de ahí que se obstine en conservar su propio criterio, de manera inamovible, en las pocas cuestiones políticas de relevancia que todavía llegan a su alcoba), se trata principalmente de la crónica de un desmoronamiento personal soportado con estoicismo y forzada pose de dignidad, mientras a su alrededor se mantiene el teatro de la adulación y, como elemento secundario, se abre un interesante aunque superficial debate sobre el ambiguo papel de los médicos, los tratamientos inútiles, los errores de diagnóstico y el recurso a la superchería como sustitutivo a la desesperada. A medida que la trama avanza, sin embargo, Serra parece petrificarse en su propio ensimismamiento, sus opciones estilísticas parecen acartonarse en pantalla, la cinta pierde dinamismo e interés, al renunciar a profundizar en los debates e ideas más controvertidos y detenerse en lo accesorio (la reproducción minuciosa de los protocolos de la corte; las rencillas entre sus miembros, apenas apuntadas; las discusiones médicas y las bromas que se suscitan a partir de ellas; la ridiculez de una corte ociosa, corrupta y caduca), a la vez que la minuciosidad formal, el preciosismo y la sobriedad deliberados van mutando en un academicismo puramente funcional. No obstante, en el tramo final, con la proximidad del desenlace, la película vuelve a elevarse gracias al demacrado rostro de Léaud y al empleo de la música (en particular, del Réquiem de Mozart) en el clímax que se rompe en el innecesario y prolongado epílogo que, tras llevar al personaje a alcanzar lo sublime en el momento de su deceso, busca humanizarlo post-mortem a través de la metódica revelación de sus interiores físicos.

La forma cinematográfica se erige en razón de ser última y única de la película. Contada de cualquier otra manera, la historia no pasaría de la mera morbosidad o se ceñiría a terrenos muchos más planos y fáciles desde el punto de vista dramático. La opción elegida por Serra disecciona al “Dios” y al hombre, los funde en un único ser antes de deconstruirlos a la vista de todos, pero finalmente elude lo esencial y se contenta con crear un inmenso, bello y solemne catafalco a la figura de Luis XIV y, en mayor medida todavía, al rostro esculpido en carne y a la voz serena, firme y cansada de Jean-Pierre Léaud, cuya mirada vidriosa pero firme pierde poco a poco su brillo hasta que el sol definitivamente se oculta y la igualadora suprema, la democracia máxima, impone, una vez más, su reino.


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