
El Arte nos enseña más que ninguna otra cosa a relativizar la verdad, la belleza, la grandeza o la genialidad de lo creado. Pero para aprender eso es preciso antes abrir las puertas interiores a la capacidad de percibir ahora sin influencias, sin prejuicios, sin otra cosa más que la sensación primera que pueda llegar a asimilar una impresión visual artística -debe ser Arte en cualquier caso- en nuestra noción natural más auténtica de digerir belleza. La tendencia humana a la excelencia dejará por el camino afanes personales por elaborar belleza. ¿Hay que avanzar vertiginoso aun a riesgo de malograr la sensación más profunda de belleza? A mediados del siglo XVII era imposible conseguir la gloria manifiesta. La creatividad más armoniosa, sublime, extraordinaria, sagrada o religiosa, no podría conseguirse sin afinar el camino hacia la gloria. Así había sido ya encumbrado el Arte más excelso cuando el pintor Giovanni Francesco Romanelli (1610-1662) comenzara a participar de él en las influencias romanas más engrandecidas de belleza. Los efluvios artísticos más ennoblecidos eran buscados por doquier entre las ambiciones desmesuradas de Belleza. Así que Romanelli se encontraría entre dejar de creer y de crear o participar de la mediocridad entre las fauces asesinas de la exigencia. El Arte en el barroco europeo más feroz se vaticinaba por el encargo de grandes personajes políticos. Y éstos no alcanzaban su grandeza si no la perseguían también en lo artístico de la misma forma manifiesta.
Las obras de Arte menudearán en las abyectas categorías de la memoria. Y la memoria solo se salvará de las categorías cuando la percepción se independice de la feroz membresía de la historia. ¿Hay que mirar desde la óptica de la grandeza exclusivamente entendida por excelencia acogida a la memoria? La memoria, ¿de quién? Porque el recuerdo de la grandeza no es -no debería ser- una categoría universal acogida a criterios universales de belleza. Y para que no lo sea debe emanciparse de lo universal para adherirse a las capas más particulares, individuales o personales de belleza. Ahí es donde se recogen los frutos de la memoria más auténtica, esa que llegará a alentar sin mediaciones, sin distracciones, sin condiciones, sin categorias y sin grandeza. Porque no es esa grandeza la sensación que produce una belleza en las capas más profundas de la percepción sensible más humana. ¿Qué es grandeza?, ¿es acaso la belleza que ocasionará en los seres la sensación más íntima de identificación placentera o emocionante? Si no es así no es grandeza. Pero en el transcurso de la historia algunos hechos artísticos, como algunos humanos, los más individuales de todos -las pequeñas historias no las grandes-, así como las emociones íntimas más sobrecogedoras, no llegarán a alcanzar la aguerrida sensación de pertenecer a la glorificación más encumbrada de grandeza.
Para cuando el pintor Romanelli crease su obra Hallazgo de Moisés, el mundo no le habría catalogado aún como mediocre. La mediocridad surge pavorosa cuando la memoria hunde su puñal sin condiciones. Es la memoria, no los hechos ni las obras ni las cosas elogiosas, la que vanagloriará o no la creación o la grandeza. Es tan importante la memoria, lo saben tanto los influenciadores o manipuladores del mundo, que la valorarán o cotizarán al albur de sus recursos a costa de palidecer las que no lleguen a ofrecer rentabilidad a su memoria. Por eso la peor de las ideologías son las que cotizan la verdad sin ofrecerla. Porque la verdad es imposible ofrecerla, no ya de por sí, sino, sobre todo, desde planteamientos universales de belleza. ¿Qué debe ser valorable artísticamente en el mundo, la subjetividad o la objetividad de la percepción de esas creaciones armoniosas? Las cosas bellas no lo son objetivamente nunca. Aun cuando lo sean. Porque la belleza es una sensación personal no universal. No podemos prescindir de la emoción para descubrir la belleza. Y no existe una emoción universal como no existe una mirada universal ni existe una percepción universal. La mediocridad es la distancia equidistante entre la excelencia y la banalidad. ¿No es, precisamente, la mayor autenticidad al demostrar participar de la parte más estable de la vida? Para conseguir ese equilibrio hay que estar, sin embargo, situado en el justo medio. Cualquier deriva hacia los lados determinará una inclinación que se percibirá claramente en la sensación receptora de belleza. Por eso la mediocridad no es denostada en el Arte si está claramente posicionada en la belleza.
La mediocridad es la grandeza participada de otras cosas que no lo son, es un todo ahora donde partes del conjunto serán elementos que no alcanzarán a glosar ninguna grandeza. Pero, ¿qué hay en la vida que consiga esa perfección sin menoscabar ahora en autenticidad manifiesta? Cuando observamos la belleza de la obra de Romanelli en este cuadro, ¿veremos acaso la inexpresividad inerte o fallida de algunos de los ojos retratados? ¿Veremos la simplicidad de un entorno sin rasgos electrizantes de belleza? ¿Veremos la manida forma decadente de albergar una composición ya sin demasiados alardes iconográficos? No, no es así como percibiremos, en nuestra recepción más emotiva de belleza, una sensación ahora como esa. Porque la perceptividad subjetiva podrá enjuiciar un hallazgo desde la misma sensación que un descubrimiento inopinado -de pronto y sin arraigos- produzca ahora en nuestro ánimo inquieto o desprevenido. Los colores de Romanelli brillarán del mismo modo en que latirán de emoción los personajes retratados ante su hallazgo. La serenidad del ambiente natural de la obra reflejará así la misma sensación que, ahora, deberá llegar también a los necesitados acordes subjetivos tan precisados de calma. Es el motivo ahora para la valoración personal de una obra cuya memoria estuviese, sin embargo, no a la altura de su gloria. Como es la memoria particular de los mismos seres que ahora la miran sin prejuicios. Como las mediocres grandezas olvidadas o deterioradas por la impenitente obligación de relacionar belleza o excelencia con la promoción enardecida de una memoria tan universal o interesada.
(Óleo Hallazgo de Moisés, 1656, del pintor barroco Giovanni Francesco Romanelli, Museo de Arte de Indianápolis, EE.UU.)