"Cuando tú sepas lo que estoy haciendo y por qué, te vas a horrorizar", es una de las tantas frases rotundas, verdaderas, brutales incluso, que Ema (Mariana di Girolamo) va soltando a lo largo de la última película de y que nos van preparando para un clímax complejo, por partes iguales dañino y redentor, que viene precedido de un largo camino por el que el personaje femenino va transitando para reparar un error.
Son las frases de un personaje libérrimo en todas sus facetas de la vida, al que un trauma ha transformado en un ser incandescente con voluntad de hierro. Ema y Gastón, (Gael García Bernal) pareja sentimental y artística atraviesan una profunda crisis personal y matrimonial tras devolver a Polo, su hijo adoptivo, tan deseado como aborrecido, tan amado como imposibilitados para su educación. Con ese punto de partida Larraín construye una de las películas más hipnóticas del presente, en el que la obsesión materna de Ema nos deja claro su propósito desde un principio, pero en el que nos queda pendiente llegar a entender cómo se pretende conseguir el fín y a qué precio.
"Quemar para sembrar", en ese hipnotismo visual que despliega Larraín con la ayuda de su director de fotografía, Sergio Armstrong, el fuego es el camino para mantener el contacto intangible entre madre e hijo. El tiempo se suspende cuando entra en juego la música, como si todo llegara a puñetazos y nuestro cerebro se resintiera ante el espectáculo, donde hasta las letras de las canciones se relacionan con el subtexto de la película. Repudiado por su crueldad, infantil o patológica, que tiene en el fuego el elemento desencadenante del abandono, el nexo que se establece entre la figura de la mujer con lanzallamas y el recuerdo de una maternidad deseada pero no biológica es el de un cordón umbilical que se trata de rehacer. El fuego que atrae al niño, que permanece fuera de campo durante mucho tiempo, empieza a sugestionar, a condicionar, a quemar la psiquis de esta madre contemporánea, que asiste a las llamaradas, y sus consecuencias, con el mismo grado de hipnosis que provoca en el espectador. Recuperar el fuego para recuperar a un hijo, un mito prometeico inverso.
El fuego como grito de reclamo pero también como sinónimo de lucha. El fuego hace las veces de llamada de atención personal respecto a Ema y la sororidad que destila todo el relato, esa hermandad femenina destinada a subvertir los cánones tradicionales de relaciones hombre-mujer o mujer-mujer, pero también los de sus relaciones con la sociedad o el poder. Quemar un semáforo, como imagen con la que comienza la película, es síntoma de rebelión contra el orden establecido. "Hago lo que quiero" clama Ema en uno de los numerosos diálogos de amor-odio que mantiene con su esposo Gastón, y en su camino de auto-redención alguno de los bustos de los próceres de la ciudad de Valparaíso (quizás la de Arturo Prat, el héroe naval del país) termina envuelto en llamas como ardía la estatua ecuestre de Juana de Arco en "Nocturama", la maldita, y también sobresaliente, película sobre la anarquía revolucionaria de Bertrand Bonello. "Ema" es, ante todo, revolución ideológica, y las revoluciones necesitan fuego, cuanto más abrasador, más convincente.
Porque el fuego admite conexiones con un país en llamas, como la ciudad en la que se mueve Ema, Valparaíso y su puerto, la burguesa y bohemia "Valpo" que nada tiene que ver con los 32 cerros que la rodean y que forman el verdadero Valparaíso. Ema vive en Valparaíso, pero desciende hacia Valpo por las mañanas como asciende continuamente desde el núcleo urbanita selecto, de trabajo estable y atracción turística a su casa suburbial; prácticamente el mismo entorno que filmó Joris Ivens en 1963, con las mismas desigualdades, quizás con menos carencias de servicios, pero con la misma división de pobres arriba y ricos abajo. En Ema están representados los barrios populares y marginales, la desigualdad social sin freno, la angustia vital de no tener nada y, por no tener, perder hasta un hijo, la rabia de generaciones nuevas que ven cerrado el paso completamente para el futuro y ante lo que, una mínima parte, decide irse a la guerra contra un sistema.
Una desigualdad, un malestar vital, "me duele todo el cuerpo", que solo el baile consigue calmar. Un baile urbano, sexual, rítmico, machacón; un baile de chándal y de movimientos excitantes o excitados, como dice una de las "hermanas de combate" de Ema; bailar un orgasmo. Bailar reggaeton y hacer de música y baile coreográfico otro de los atractivos de la película, conseguir de un género alejado de cualquier posibilidad estética de antemano, un elemento nuclear de la película y hacerlo con maestría, dominio de la puesta en escena y sentido narrativo. Nunca antes se pudo defender mejor esta manifestación callejera que con la película de Larraín, nunca se aportaron argumentos más convincentes y creíbles alejados del propio valor, o no, de la música. Para Gastón, el "artista", esa música es una "pinche mierda", una "música de cárcel hecha para no pensar", para hacer de las mujeres objetos sexuales creyendo que se hacen más libres por mover las "caderitas", pero para las seis mujeres del grupo no les gusta sentir "algo lindo" con el baile, ni oir música linda, ni que un coreógrafo intelectual les cercene la libertad de movimientos, les gusta más bailar sin linduras porque el reggaeton es "como estar tirando, feliz, caliente, loca, rica, y de repente estoy rodeada de gente, y están todos igual de calientes que yo, moviéndose como si estuvieran tirando, pero con música, es rico, la concha de tu madre, es rico, es la vida y yo te bailo la vida, y si tú estás aquí es porque alguien en algún momento, se calentó y tuvo un orgasmo, y hoy día ese orgasmo lo podemos bailar"
Larraín integra el baile como un elemento más de su guión, no son meros videoclips intercalados sin sentido del relato, son los momentos de libertad absoluta del grupo y de reafirmación vital, un acopio de endorfinas para mantener la estimulación y no dejarse sucumbir por un camino plagado de derrotas históricas y perpetuas; "Ema, te vai para la guerra, puede que no volvamos a ver tu hermoso cuerpo nunca más", sus bailes son como los gabinetes de crisis ministerial, como los estados mayores en tiempo de guerra. Es donde se diseñan las estrategias y se da cuenta de los avances o retrocesos del plan. Los mandos inferiores participan pero la acción corresponde al comando operativo, a Ema, una acción ajena al mundo masculino.
En "Retrato de una mujer en llamas" de Céline Sciamma se utilizan coordenadas similares en un mundo donde la mujer está relegada y ha de permanecer oculta para desarrollar su sexualidad. En el mundo de "Ema" nada hay que ocultar porque el personaje reconoce abiertamente que "enseña libertad", y ello ha de conducir al cierre conclusivo absolutamente revolucionario. Pansexualidad y nuevo modelo de familia donde el poder de la situación lo ejercen las mujeres, pero no como imposición de atavismos caprichosos o fuerzas físicas, sino por el poder de la mirada y la seguridad de lo que se hace y por qué se hace. Ema manipula todo a su alrededor para conseguir sus dos obsesiones, el hijo adoptivo reencontrado y la maternidad querida que Gastón no puede darle. Larraín hace su película más antisistema de su cine; radical, profunda y conscientemente apartada de las películas previas que le han consagrado y que por su tipo de personaje, le acercan más al de sus inicios, al Larraín de "Tony Manero" y "Post mortem", pero depurando un estilo visual que atrapa desde el primer fotograma con la impagable complicidad de la mirada y movimiento de una mujer realmente empoderada en pantalla, Mariana di Girolamo.
EMA. Chile. 2019. Director: Pablo Larraín. Guion: Guillermo Calderón, Pablo Larraín, Alejandro Moreno. Productores: Fabula (Juan de Dios Larraín). Fotografía: Sergio Armstrong. Música original: Nicolás Jaar. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Diseño de producción: Estefanía Larraín. Reparto: Mariana Di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Gabriela Giannini. 102 min. Presentación oficial en el Festival de Venecia 2019