Revista Cultura y Ocio

Emilio Lledó: «Los regímenes sostenidos por oligarquías económicas y religiosas tienden a fomentar la incultura y la manipulación»

Publicado el 28 marzo 2018 por Benjamín Recacha García @brecacha

Emilio Lledó: «Los regímenes sostenidos por oligarquías económicas y religiosas tienden a fomentar la incultura y la manipulación»

Hace un par de semanas dediqué una entrada a algunas de las reflexiones del profesor Emilio Lledó incluidas en su obra Los libros y la libertad, una compilación de varios artículos y discursos del veterano filósofo sevillano. Hoy repito. Y es que, una vez acabado el libro, no puedo dejar pasar la oportunidad de reproducir varios pasajes más que considero son el resultado de un análisis lúcido y brillante de la relación que históricamente han tenido las clases dominantes de este país con la cultura, y que explica mucho de lo que ocurre hoy en día en nuestra sociedad.

Los cuarenta años de dictadura, de imposición de la oscuridad y erradicación de cualquier intento de reflexión crítica, de destrucción de la educación libre que apenas germinaba durante la Segunda República para sustituirla por el adoctrinamiento católico y fascista, han quedado profundamente arraigados en la memoria colectiva, de forma que extirpar ese veneno sociológico se ha convertido en una tarea exasperantemente lenta y penosa.

«Si se analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España, descubrimos el rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la educación y formación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la “inopia en la que hay que mantener al pueblo que, si se hace inteligente, no se deja mandar y es capaz de imponer sus malhadados deseos”. Traduciendo este lenguaje en términos contemporáneos, semejantes opiniones se expresarían en lo que un magnate de la televisión decía a propósito de sus programas: “Yo doy consuelo a cuarenta millones de infelices y los mantengo atontados”. Tal vez sea este cultivo más o menos solapado de la ignorancia y la estupidización colectiva lo que podría llevarnos a la tesis de que los regímenes sostenidos por oligarquías económicas y religiosas tienden a fomentar la incultura y la manipulación».

La española es una sociedad poco acostumbrada a la democracia. El absolutismo (monárquico, militar y, en la actualidad, capitalista) apenas se ha visto salpicado por brevísimos periodos de libertad, con lo que el pensamiento colectivo se ha caracterizado por la sumisión y la pereza (o el miedo). Cuestionar el status quo ha estado mal visto y penalizado, mientras que hacer gala de la incultura, del desprecio hacia el conocimiento, a menudo ha recibido la aprobación del colectivo.

«En tiempos donde la democracia estaba aún lejana, esa mentalidad inquisitorial, aún pujante en muchos ámbitos de la vida española, ha sido una de sus mayores lacras. Una cierta deformación colectiva ha hecho que los españoles que quisieran liberarse de grumos mentales se sintieran censurados, más o menos directamente, por una sociedad que, sin saber realmente por qué, proyectaba hacia esas personas libres una mirada acusadora. Como si la libertad de pensar y sentir fuera algo que hubiera que justificar y de la que arrepentirse, mientras los dueños de la peor retórica del fanatismo parecían encarnar un virtuoso ejemplo de ciudadanía y de comportamiento e, incluso, sentirse orgullosos de su mentecatez».

Emilio Lledó cumplirá este año 91. Conserva una envidiable capacidad de reflexión y el recuerdo vivo de su larga historia, incluyendo su infancia en la localidad madrileña de Vicálvaro; las clases con don Francisco, el joven maestro republicano «que me enseñó a entender lo que leía, a pensar sobre lo que decíamos», y que le descubrió el Quijote. Resulta estremecedor imaginar a esos niños atrapados por la magia de los libros mientras sobre sus cabezas silbaban las bombas, tal y como relata en el siguiente fragmento:

«Tuve la suerte de haber vivido, en mi inolvidable experiencia infantil, el nuevo espíritu pedagógico de aquellos jóvenes maestros, tan ferozmente reprimido durante la Guerra Civil, y en los años que siguieron a la monstruosa contienda. Creo recordar que el colegio había una biblioteca de donde empecé a sacar las novelas de Emilio Salgari. No me extraña que me apasionaran las andanzas del “Corsario Negro”, que envolvía en una niebla mágica las hazañas que cada día soñábamos, cuando ante la amenaza de los trimotores Junker, las temibles “pavas”, los maestros nos mandaban a las eras próximas pensando, con razón, que en los surcos del arado, entre los que nos acurrucábamos mientras duraba la alarma, estábamos más seguros. Fue, para toda una generación infantil, el descubrimiento conjunto de las bombas y los libros. Y creo que, desde entonces, desde que vi la muerte, no en la escurridiza y congelada pantalla del televisor como hoy nos la echan, sino en la vida, en medio de la vida, y percibí el olor de la sangre y la pólvora, el ruido de las explosiones, tuve consciencia, quizá no muy clara, de que era un mundo totalmente incompatible el de la lectura y la cultura y el estruendo de la irracionalidad, de la inhumanidad y de la barbarie».

Resulta estremecedor ser consciente de que la barbarie se reproduce en cada momento de la historia, que en este mismo momento alguna bomba arrojada desde un avión por un piloto sin alma que sigue las órdenes de monstruos de uniforme o traje se dispone a llevar el terror a niños que jamás descubrirán la magia de los libros.

Emilio Lledó recuerda también las raíces de esperanza que, a pesar de todo, se agarraron a esa tierra abonada con el culto a la ignorancia, pero que acabaron siendo arrancadas, silenciadas y arrojadas bien lejos con el triunfo de la barbarie franquista.

«Detrás de esas personalidades [Alberti, Machado, Lorca, Hernández, Neruda, Salinas, Guillén] alentaba una España que la gente de mi generación apenas había vivido, que considerábamos, algunos de nosotros, la España que verdaderamente fue, que, pensábamos, tenía que haber seguido siendo, que añorábamos y que esperábamos. De esa España formó parte la Residencia de Estudiantes y, por supuesto, la Institución Libre de Enseñanza. La Residencia, gracias al admirable esfuerzo de algunas personas y de algunas ayudas, se mantiene. Al menos como vigía y monumento vivo de memoria. Más difícil de mantener era la Institución Libre de Enseñanza, a pesar del entusiasmo con que se intenta conservar, al menos, su nombre y algunas de sus creaciones. Pero la Institución era un proyecto mucho más amplio, representaba el espíritu de una verdadera revolución pedagógica y cultural, era una empresa demasiado importante y revolucionaria como para que le hubieran permitido resistir. Se tenía que venir abajo, porque su espíritu contradecía, esencialmente, la lamentable pedagogía que, como un penoso y rancio manto de tristeza, cayó sobre todos nosotros».

Y en esas estamos. El 20 de marzo el Congreso de los Diputados rechazó una propuesta para modificar la Ley de Amnistía de 1977, de forma que dejara de proteger a los asesinos de la dictadura y, por tanto, permitiera investigar y juzgar los crímenes que cometieron, más de 114.000 que permanecen ocultos en fosas y cunetas. Se trata de una medida larga e insistentemente reclamada por los organismos de defensa de los derechos humanos internacionales, y sistemáticamente ignorada por los sucesivos gobiernos españoles.

En esa sesión parlamentaria, en 2018, se volvió a escuchar la vergonzosa justificación de no querer «reabrir viejas heridas». El PSOE, ese partido supuestamente republicano y socialista, para oponerse a la propuesta se escudó en que crearía «inseguridad jurídica». La investigación de crímenes de lesa humanidad y desapariciones forzadas provocaría inseguridad legal.

Vale. Todo correcto.

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