Era una noche lluviosa de junio, de algún año con olor a viejo, en una calle con sabor a olvido. Por entre la rendija que quedaba entre las cortinas de Damasco, entraban de cuando en cuando las lenguas aterradoras e iluminadas de los truenos que amenazaban con partir la noche en partes iguales dentro de la habitación.
Frente a la ventana, un añejo escritorio con huellas de mil historias, con manchas de copas y de botellas de whisky en la superficie, quemadas de cigarrillos que se habían caído del cenicero como muescas de mil batallas vividas al calor de una vieja lámpara de canfín, con el centro ennegrecido por cargar después de tantos años –sobre su espalda– aquella metálica y pesada máquina de escribir.
Era una máquina de escribir “Smith-Corona”, ya no las hacen como antes. Entre la penumbra de la fría habitación, se podía distinguir los rasgos inconfundibles de su estructura, sus bordes, su armazón. Cada detalle era único, desde el tabulador, las teclas de cambio de mayúsculas, el rodillo, la tecla de retroceso, la palanca de carro libre… cuántas veces su pulgar había tocado la tecla del espaciador, cuántas historias se habían plasmado entre la complicidad de sus dedos y las viejas teclas negras con letras blancas…la “r” y la “s”, a causa de tanto uso, se habían borrado.
–La noche le suplicaba que escribiera.
El piso de madera de la recámara emitió un chirrido. Las patas de la mecedora de mimbre se detuvieron al unísono, los pies del hombre se posaron sobre el suelo. Un relámpago iluminó el rostro del viejo escritor de novelas que tanta fortuna había obtenido vendiendo historias de amor ficticias por todo el mundo. Su nombre era Ander Herra Villareal, pero él tomó las primeras tres letras de su nombre y las primeras tres de sus apellidos para inventarse un nombre artístico, el pseudónimo con el que se escondía en los glosarios y portadas, la careta de payaso con la que fingía una sonrisa, el personaje que escribía elocuentemente de un romance que solo tenía en la intimidad de aquella miseria con el whisky y el olvido.
Andhervil… parecía nombre de superhéroe, pero sin una causa que defender, pero sin capa o superpoder, pero con un corazón que suplicaba auxilio.
En fin. Se levantó de la silla y se sirvió un whisky.
La lluvia seguía azotando las fachaletas del exterior de la casa, arreciando pertinazmente sobre el tejado, resbalando como una agonía por los cristales del ventanal. Un nuevo relámpago proyectó en la pared del fondo de la habitación la sombra del “atrapasueños” que colgaba desde siempre en la ventana. Ese atrapasueños era lo único que guardaba para no olvidarla, el último resquicio de recuerdo que conservaba de aquella historia que jamás terminaron, el final de la cornisa donde el suicida decide saltar o sentarse a llorar su cobardía. Ese atrapasueños era el testigo más cercano que había tenido, cuando en largas noches de dolor se había sentado a intentar escribir de alguna cosa para olvidarla, de las tantas veces que terminó ahogado en whisky y tabaco, cómplice de sus extenuantes jornadas de insomnio viendo llover sin esperanza, esperando pacientemente a que los cristales se empañasen para que apareciera nuevamente el mensaje que ella le dejó escrito aquella tarde en la ventana, una palabra que escribió con sus dedos sobre el vaho de aquel vidrio, cuando salió para siempre de su alcance, de su casa y de su vida, para jamás volver a coincidir, para nunca regresar a sus orillas.
El sonido de la varilla sujetadora de papel hizo contacto con el rodillo. Una hoja se deslizó por el cilindro mientras el tabulador delineaba los márgenes derecho e izquierdo del escrito. La cinta entintada tomaba posición superior para escribir en negro, mientras la palanca de carro libre subía la hoja unas cuantas líneas dejando listo el escenario para empezar a desnudarse en el papel.
Andhervil respiró profundamente a ojos cerrados, y mientras expiraba lentamente aquella bocanada, tecleaba el espaciador una y otra vez, haciendo que el carro se desplazara un espacio sin escribir ninguna letra, solo avanzando hacia el otro margen como quien huye de su pasado sin preguntarse hacia qué lugar de la nostalgia puede uno deshacerse del recuerdo.
–Decidió escribir.
Por primera vez en la vida, sentía el coraje y las agallas para escribir la historia de amor propia, la suya, la de ella. Sintió liberarse dentro suyo una determinación inquebrantable, una avalancha de emociones que había reprimido para no lastimarse, para no sucumbir ante el dolor de su recuerdo.
Pero esa noche no. Esa noche encontró lo que necesitaba para terminar con ese miedo. Iba a encender la lámpara y a vaciarse en emociones, estaba decidido a contar la historia de amor que vivió con Rosaura Sarejo con lujos y detalles, por fin todos sabrían la razón de que las letras “r” y “s” se hubieran borrado de su teclado, al fin el mundo entendería su estilo de vida tan ermitaño y egocentrista, explicaría con una novela de amor toda la soledad que lo embargaba, todo el vacío que intentaba llenar con tabaco, todo el infierno de dolor que intentaba apagar con whisky.
La campanada del timbre marginal dio aviso de que la hoja había llegado a su final. Andhervil dio un rápido golpe de muñeca a la palanca de carro libre y preparó la hoja para escribir su primera línea, debería ser una línea que atrapara al lector, una línea que marcara con carisma y misterio todo el resto de la novela, una línea que convenciera a su propio corazón de que era posible escribir una historia que se había propuesto por tantos junios dejar en el olvido.
Una breve mirada a la oscuridad le dio los motivos que le hacían falta para empezar lo que hace tanto tiempo había terminado, el calor de su cuerpo contrastando con el frío de la noche se habían encargado de empañar de nueva cuenta los cristales, y la palabra que Rosaura Sarejo le dejó escrita en la ventana el día que decidió marcharse volvió a aparecer –hiriente– frente a sus ojos.
La tapa de vidrio de la garrafa dejó salir un sorbo del preciado líquido alucinante que humedeció los labios del viejo escritor, un sorbo de whisky que cayó como garúa en sus desiertos… como rocío en sus montañas.
Los dedos altamente entrenados de Andhervil se posaron sobre las teclas de la vieja máquina de escribir y pronunció en voz alta la primera línea que se le vino como un latigazo a la cabeza, mientras la plasmaba en el papel:
–Empecemos por el final.
Y a continuación, en el siguiente renglón, escribió la palabra que Rosaura le dejó como despedida aquella tarde lluviosa de junio en el cristal:
–adiós.
Y así, otra noche de junio tomó venganza del recuerdo y amaneció desnuda en el ventanal.
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