Hoy empiezo vacaciones. Físicas y, sobre todo, mentales. Por unos días no voy a ser dueña de mi tiempo: no me lo quitan, lo cedo altruistamente. No llevaré el compás, tampoco habrá silencios ni pausas eternas por las mañanas, esas que tanto aprecio. En su lugar, algarabía, planificación del día que empieza, trasiego, hacer maleta-deshacer maleta, correr, fijar la vista en mapas y planos y enfocar de nuevo alto y lejos buscando en la realidad tridimensional algo parecido al croquis del papel.
Hay dos Europas y en el reflejo de cada una de ellas la otra se mira y autoafirma en sus convicciones. Como nosotros, bipolares como somos. Quizá cuando nos intuyan españoles (hablaremos alto y gesticularemos como si no hubiera un mañana) nos den unas coronas: las cogeremos sin rechistar, daremos las gracias con una sonrisa y las guardaremos para, ya de vuelta, entregárselas a cuenta a nuestros bancos malos. Eso es lo patriota ahora.
Barcelona me despide con bochorno y amenazando lluvia, que en estos veranos pegajosos es más desahogo y llanto por melancolía del invierno que un verdadero fenómeno climatológico por convicción. Dejo la voz nasal de Montoro por otras más guturales, ininteligibles igual y si a los nuestros no les salen las cuentas, los de arriba retan a la lógica intentando pronunciar cuatro consonantes seguidas. Cada uno con sus bosones. No me comprometo a escribir cada día, pero sí a enviar pruebas de vida. Emprender el viaje es empezar a volver un poco. Enseguida vuelvo.