Así estamos los Servicios Sociales. Empobrecidos. Cada vez tenemos menos recursos y desarrollamos menos programas y servicios. Nuestras energías se consumen en una tarea ingente que defiendo que no es de nuestra competencia (al menos exclusiva): garantizar la subsistencia ante las distintas situaciones de pobreza. En ese sentido también estamos los servicios sociales empobrecidos, en el sentido literal de la palabra. Llenos de pobres.
La presión asistencial como consecuencia de la crisis se ha llevado todo por delante. Antes, ante las situaciones de pobreza, defendíamos que lo prioritario era comprenderlas. Era importante, pues además de atenderlas nos parecía que nuestro trabajo era identificar y cambiar las causas que podían haber llevado a esa persona o familia a semejante situación de necesidad. Eso, y garantizar que los escasos recursos de los que solemos disponer fueran bien empleados para las familias que de verdad lo necesitaran.
Nada de eso parece necesario ni posible en estos momentos. Ante la situación de pobreza, lo prioritario (y en muchas ocasiones lo único) es atenderla. Paliarla, parchearla, subvenirla… me da igual la terminología. La pobreza se soluciona con dinero y las ayudas sociales son eso, dinero. Estamos por tanto impelidos y lanzados a la tramitación de diferentes prestaciones económicas que palíen estas situaciones de pobreza y garanticen unos mínimos de subsistencia.
Antes hablábamos de inclusión social y lucha contra la pobreza como una de las funciones (una más) de los servicios sociales. Ya no hablamos de eso. Ahora hablamos de atender económicamente las situaciones de necesidad que se nos presentan y en eso se ha convertido nuestra prioritaria (y única, en muchos casos) función.
Ya no se hacen diagnósticos. Se aplican baremos. En el fondo… ¿para qué se necesita un diagnóstico cuando todos sabemos que la crisis económica es la causa de las situaciones de pobreza?
Paralelamente, se ha producido un fuerte fenómeno de delegación. Si hay situaciones de pobreza es porque los servicios sociales son ineficientes e ineficaces. Las situaciones de pobreza se crean por la crisis, se detectan en los diversos sistemas de protección social y los servicios sociales son los encargados de solucionarlas. Uno de los corolarios que hemos definido en esta dialéctica de delegación, mediante el cual la aceptamos, es que los servicios sociales deberíamos tener más prestaciones económicas para atender eficazmente las situaciones de pobreza. Desde este fenómeno de delegación interpreto episodios de ataques a profesionales o a centros de servicios sociales como el que conocimos en Barcelona hace unos meses. Enlace.
Otro fenómeno que vengo observando es el de la desresponsabilización. Las causas de la pobreza, o de una situación de necesidad, son universalmente atribuidas a las condiciones estructurales de la crisis. Nada de lo que le sucede a una familia es consecuencia de sus actitudes, de su historia o de sus actuaciones. La atribución es externa. Por tanto, “si no es mi responsabilidad lo que me sucede, no hay nada tampoco que yo pueda hacer”.
Ambos fenómenos, junto al deterioro objetivo de la situación económica de las familias durante la crisis, hace que la presión asistencial en los servicios sociales sea insostenible. Y así se cierra el círculo: no tenemos tiempo para pensar, diagnosticar o acompañar. Bastante tenemos con tramitar y derivar.
En estos momentos siento que no hay más realidad que ésta. Nos estamos convirtiendo (si alguna vez fuimos otra cosa se nos escapó entre los dedos) en el sistema de los pobres. Tal vez hayamos sido demasiado ambiciosos o ingenuos cuando intentábamos diseñar servicios sociales bajo el principio de la universalidad. ¿O es que a los servicios sociales va alguien más que los pobres? Tal vez algún confundido o despistado para el que cada vez tenemos menos que ofrecer.
Creo que esta deriva de los servicios sociales hacia estas formas de organización y hacia estas funciones exclusivamente asistencialistas es algo imparable, porque responde a condicionamientos, en última instancia, culturales.
Es algo que en otros dispositivos del sistema también ha ocurrido. Por ejemplo, hemos convertido las residencias de ancianos en prácticamente hospitales de asistencia paliativa al exigir un elevado nivel de dependencia con gran deterioro físico o psicológico para el acceso a las plazas públicas.
Y también ha ocurrido, antes, en otros sistemas y con otras situaciones. Por ejemplo, antes se definía la situación de drogodependencia o toxicomanía de alguien como algo prioritariamente conductual. Poco a poco, otros paradigmas se fueron imponiendo y ahora se define la drogodependencia como una enfermedad. Y se trata, obviamente, con la lógica de asistencia médica. Que en muchas ocasiones se reduce (por presiones parecidas a las que venimos nombrando) a un tratamiento farmacológico.
En el fondo, todo responde al paradigma de lo simple. Un diagnóstico sencillo sobre unas situaciones complejas que identifique la causa del problema y aplique el remedio más rápido. Nada que objetar, si no fuese porque las situaciones complejas (y una situación de pobreza, por más que se quiera simplificar, querámoslo o no es algo muy complejo) requieren de soluciones complejas.
Pero aquí también hemos perdido la batalla. La sociedad define las situaciones de pobreza como algo bastante simple, para lo cual no se requiere de ningún diagnóstico complejo. Del mismo modo que las soluciones. Se trata de lo que yo denomino como lógica común, que describiré en la próxima entrada.