De un librito perdido en la inmensidad de la obra de Joseph Conrad - aunque hay quien defiende que es en los relatos breves donde están las mayores muestras de su genio -, "Because of the dollars" se valió Herbert Wilcox en 1953 para filmar una película que no colmó las expectativas de nadie.
Ni fue la gran producción con John Wayne de protagonista que había sido planeada por la Republic, ni se convirtió en otro éxito de taquilla en su país como venía siendo habitual, ni desde luego supuso el gran salto internacional del cineasta inglés.
"Laughing Anne" fue un fracaso y permanece inédita en todas partes, esperando una ocasión que no llega para brillar, con su technicolor cuadrado, su exotismo melancólico y ese aspecto de venir de vuelta de muchos malos tragos vitales.
Que sea la mejor película de Herbert Wilcox o al menos la mejor desde la guerra - las magníficas "They flew alone" y "Piccadilly incident", por si alguien aún las recuerda - poco significa si no se da a ver y menos importará a quienes ni siquiera lo harían si pudieran, convencidos de que debe ser otro "producto" de esa cinematografía, tedioso, puritano y polvoriento; al fin y al cabo ¿quién comprendió peor a Conrad que los británicos?
El caso es que, cuando todo parecía en contra, con esta pobreza de medios, este extraño reparto sin su mujer Anna Neagle y con una actriz a priori inadecuada para impostar un acento francés como Margaret Lockwood más un actor que directamente no parece encajar nunca en ninguna película como Wendell Corey, magníficos ambos, "Laughing Anne" debería ser recibida con los brazos abiertos por quienes disfrutaban y aún lo hacen de las obras de Henry Hathaway, Lewis R. Foster o John Sturges, grata compañía. Incluso me atrevería a decir que varios instantes de rara intensidad breve y sin subrayados, llevan hasta algunos Jean Renoir o John Ford filmados lejos de casa.
Algo, quizá bastante, de la fidelidad, del férreo respeto a lo dicho o lo pensado, tanto da, de la presencia notoria y no bienvenida, al advertirla, del paso del tiempo o de otros varios íntimos convencimientos que Conrad armó en estrofas que no están al alcance de casi nadie que haya empuñado una pluma para escribir, algo de esas palabras que valen más que mil imágenes, queda impregnado en los fotogramas de esta película partida por la mitad, corta y dolorosa.
Y no habría que hacerla de menos si no fuese así.
La gratitud y la devoción de Wilcox es, digamos, concéntrica, como corresponde a su oficio. La debe a este pequeño cuento, a otros Conrad mayores, a la literatura del mar, a las películas de aventuras y al cine, sobre todo al cine.
El hombre bueno, la mujer sonriente, el boxeador lisiado (cómo se sumerge la película merced a esta subtrama en el mundo de Tod Browning), un hijo o el tiempo no dejan su huella de verdad en los fotogramas por estar enunciadas en libro alguno.
"Laughing Anne" permanece por su dirección de actores y actrices, por la económica utilización de flashbacks o de la voz en off, por el uso del color y de la banda sonora y ambiental - y un porcentaje no pequeño de estas últimas están apagadas hasta que haya una restauración - o por su diseño de espacios a menudo cerrados y opresivos para que los abiertos y radiantes luzcan esplendorosamente.
El rush final, en penumbra, concentra varios fogonazos dignos de Jacques Tourneur, como aquel en que Anne - que de repente parece la Rita Hayworth de "The rover / L'avventuriero" de Terence Young - se confiesa ante la cuna de su hijo o la asombrosamente ambigua clausura, por la que también sobrevuela la sombra magistral de Allan Dwan, aunque por esa capacidad inigualada del cine de estos años para construir una sucesión de posibles finales superpuestos, el film podía haber terminado antes o haber seguido otro trecho, multiplicando el placer elusivo de pensar en sus rincones y aperturas, imaginarlo diverso, soñarlo mezclado con otros y así verlo siempre de nuevo como la primera vez.