Acompañada de la envolvente y turbulenta partitura de Elmer Bernstein y confundiéndose con las sombras de la fotografía diseñada por Joseph MacDonald, una gata negra de ojos refulgentes pasea su armónica anatomía por los créditos iniciales creados por Saul Bass como parte de una inquietante sinfonía visual hasta encontrarse con otra gata completamente blanca, con la que entabla una lucha a muerte, ambos cuerpos retorcidos en el suelo, rugidos desesperados, contorsiones, mordeduras y arañazos. Cosas de gatas; no puede haber dos bajo el mismo techo así como así…
Nos ocupamos de nuevo de Edward Dmytryk para rescatar una de sus películas menos conocidas y más controvertidas, La gata negra (Walk on the wild side, 1962), una truculenta historia adaptada por John Fante y Edmund Morris a partir de una novela de Nelson Algren con los ambientes de los bajos fondos y de la prostitución de Nueva Orleans como telón de fondo. Una historia de búsqueda, redención y destino trágico que, debido a las lógicas cortapisas de la época -nos encontramos en los últimos estertores del Código Hays de autorregulación censora- y a los problemas previos de Dmytryk con el Comité de Actividades Antiamericanas, tuvo que contentarse con insinuar, suponer y sobreentender buena parte del contenido erótico, sexual y corrupto de una historia que podría haber ido muchísimo más allá de haber gozado director y guionistas de un clima más abierto en el cine y la sociedad americanas.
Nos encontramos en una carretera en medio de ninguna parte durante los años que siguieron a la Gran Depresión de 1929: el joven Dove (Laurence Harvey) es un granjero texano que vagabundea y viaja en autostop de camino a Nueva Orleans en busca de Hallie Gerard (Capucine), la novia artista de origen francés a la que hace tres largos años que no ve y de la que con el tiempo ha dejado de tener noticias. En su viaje se cruza con Kitty (Jane Fonda), otra joven sin hogar, un tanto asilvestrada y salvaje, que también se dirige a esa ciudad y en la que encuentra compañía, intentando detener juntos algún camión que les adelante un buen trecho de camino, malviviendo de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, o asaltando como polizones algún vagón abierto de un tren de mercancías que viaje hacia el sureste. Sus pasos les llevan a las afueras de Nueva Orleans, hasta el Café de Teresina Vidaverri (Anne Baxter), una apetitosa viuda texana que regenta un bar-gasolinera-taller con clientela primordialmente masculina (que acude allí, dicho sea de paso, más por los encantos de la mujer que por la acreditada calidad de la comida). Tras un hurto cometido por Kitty en el Café, Dove se aparta de ella y se queda a trabajar en el local de Teresina, que, sintiéndose atraída por él, le ha hecho una buena oferta, mientras aguarda respuesta al anuncio que ha puesto en el periódico en busca de noticias de Hallie. Cuando éstas por fin llegan, Dove descubre una verdad dolorosa y terrible: Hallie no sólo no quiere saber nada de él, sino que vive y trabaja en la lujosa Casa de Muñecas, un burdel propiedad de Jo Courtney (Barbara Stanwyck), con la que su antigua novia mantiene además una relación lésbica.
La película puede dividirse en dos partes: la búsqueda, un rutinario relato de viaje e interacción con personajes y situaciones sobrevenidos, y el hallazgo, a partir del cual se establece una común historia de rescate, salvación y redención que durante una buena parte del metraje transita por vericuetos fácilmente previsibles. Son el excelente trabajo de cámara, el equilibrado ritmo de un metraje cercano a dos horas, la magnífica labor de ambientación, maquillaje, vestuario y dirección artística (tanto en la recreación de interiores como el café de carretera o el lujoso y estilizado burdel, así como en la captación del ambiente de música -en especial el jazz- y frivolidad de la famosa ciudad de Luisiana durante los años 30) los puntos fuertes de la película, fenomenalmente acompañados por la música de Bernstein y una eficaz fotografía, a un tiempo luminosa y sórdida, de MacDonald, así como la conjunción de un infrecuente reparto que une al sudafricano Harvey con la incipiente Jane Fonda, la bellísima pero sosísima Capucine, modelo francesa que intentaba abrirse paso, infructuosamente, en el cine americano, y dos “viejas glorias” (una más que otra, todo hay que decirlo) a punto de jubilarse, Barbara Stanwyck, que tenía ya 54 años y que estaba a punto de dar el salto a la televisión, donde se quedaría casi para siempre, y Anne Baxter, que con sólo 38 estaba a punto de poner fin a su carrera cinematográfica para autoexiliarse en Australia.
La gata negra contiene diversos tonos y formas en su metraje de algo menos de dos horas, desde los aires de road-movie del comienzo al melodrama puro de su cuerpo central, que posee por igual tanto un decidido aire de drama sureño al estilo de William Faulkner o de Tennessee Williams como un guiño constante a los temas y atmósferas propios del cine negro clásico. Quizá esta amalgama de géneros resulte contraproducente para el resultado final del film, que en algunos aspectos queda un tanto falto de profundidad, de capacidad de llegar a exprimir hasta las últimas consecuencias una historia con demasiados flecos y cuyo tratamiento sabe a poco a pesar de su contundente conclusión. La impresión que produce la película es que no se ha volcado en el tratamiento y en el guión de la historia la misma cuidada meticulosidad que sí han recibido sus aspectos accesorios -música, ambientación, decorados-, que tiene un magnífico y estilizado formato visual (producto igualmente de la participación no acreditada de Blake Edwards en la dirección) pero que anda escasa de garra, de fuerza, de acidez.
Lo mejor de la película son las interpretaciones de la veterana Barbara Stanwyck como celosa y posesiva amante, que no duda en echar mano de sus esbirros (un genial catálogo de tipos duros, desde el chulo de Oliver al camarero permanentemente armado de un bate de madera o el propio ex marido de la madame, un inválido que carece de piernas y se mueve gracias a un carrito que arrastra con la fuerza de sus manos) para retener a su lado al objeto de su obsesión amorosa, y la frescura inicial de Jane Fonda, herramienta fundamental en la conclusión del film. Destaca igualmente la presencia permanente del erotismo, de las insinuaciones sexuales, tanto en el vestuario de Baxter, Fonda y Capucine y en el comportamiento de los hombres que las rodean -esos clientes del Café que piden aquellos consumibles que obligan a la viuda a volverse y agacharse, por ejemplo- como en buena parte de unos diálogos casi carentes por completo de carácter incisivo, a menudo rebozados de romanticismo hueco y vacías pretensiones de solemnidad (en especial las secuencias que comparten Harvey y Capucine).
Pero en su conjunto, la película resulta un tanto fallida porque renuncia a explorar los múltiples y sórdidos recovecos de un guión que apunta muchas cosas pero no profundiza en prácticamente ninguna, y que prometía mucho más: las relaciones de Jo con su marido, la forma en que Kitty llega al burdel, el noviazgo anterior de Dove y Hallie y su periplo neoyorquino hasta convertirse en amante de una mujer, la corrupción de la ciudad, las relaciones de Dove y su padre moribundo… Demasiados temas tratados demasiado superficialmente, faltos de tensión, garra y desarrollo, compensados no obstante con un excelente diseño de producción, un buen reparto y la osadía de encarar un catálogo de temas prohibidos o, cuando menos, velados por un cine americano que marchaba sin prisa pero sin pausa hacia su particular “revolucion” sesentera y setentera que, como sabemos, acabó en casi nada pero que nos regaló excelentes películas y un puñado de buenos intentos, como La gata negra.