Se toca el reverso de una mano con las yemas de los dedos de la otra en un movimiento exquisitamente lento que recorre el contorno, las líneas internas, una y otra vez. El rostro es rubicundo e imberbe todavía (o muy bien rasurado), aparenta diecisiete o dieciocho años y hay en él un algo tierno que conmueve, un vago rastro de infancia que aletea en esa forma de estar perdido en sí mismo, como el niño que juega olvidado del mundo.
Sentada a su lado, una mujer lee sin fijarse en él. Nadie se fija en él, nadie ve su concentración al rozarse la palma de la mano, los dedos de arriba abajo, entrecerrados los ojos por la delectación en el propio tacto, como si lo estuviera descubriendo. Todos llevan una frontera consigo, su propio foco de atención contenida que les impide detenerse en la visión de ese chico rubio ensimismado en su autoexploración tan delimitada.
Tiene las manos grandes y los dedos fuertes de quien trabaja con ellos, pero parecen ingrávidos mientras continúan palpándose con delicadeza, ahora el anverso, la muñeca, el antebrazo, esa zona interior donde la piel es más fina y la sensibilidad se multiplica. La mano pasiva se abre y se cierra durante un instante, como el estremecimiento de un pétalo, mientras la recubre con un tenue velo de lasitud. Las pestañas le acarician también los pómulos, acompañando el ritmo pausado de los gestos. Se detiene de pronto para unir las manos en un contacto leve, casi casual, palma contra palma con los dedos separados, y se observa los pulgares siameses que apuntan hacia el techo con un mínimo vaivén circular. Ahora tiene los ojos abiertos pero miran hacia dentro. La conciencia de sí mismo desplegándose poco a poco. Tarda un momento en mirar al frente y ver, en estirarse en su asiento, reacomodar la mochila entre las piernas, atusarse el pelo y colocarse el flequillo. El ademán es tímido, nervioso.
Alrededor nada ha cambiado; libros, periódicos y móviles ocupan la distancia de seguridad de cada uno. La mía se ha roto, abierta a la sensación mezcla de placidez y culpable complacencia de estos últimos minutos. Me pregunto si también la suya está dañada, si la ingenuidad de su abandono está quebrada tras el repentino despertar de la realidad. Había algo tan íntimo.
Llega mi parada, salgo del vagón, intento retomar la lectura en los repetidos tramos de escaleras mecánicas pero no me centro. Aun en el barullo de la oficina, durante el resto de la mañana, solo tengo que retraer la mirada hacia el huequecito de mi cabeza que conserva ese instante de fascinación. Y recupero la paz.