Revista Arte

En este pueblo (VIII)

Por Anxo @anxocarracedo

puerta azulEn este pueblo se molió trigo y centeno, se molió linaza y se molió cacao, y antes de que llegara la línea eléctrica hubo molinos que se convirtieron en fábricas de luz. Para todo daba la fuerza del río, administrada por medio de represas, caños y canales. En este pueblo, los molinos que ya no trabajan se han quedado a las puertas de convertirse en museos. Ahí está el intento. Ahí están los paneles explicativos y la ruta turística. Ahí están las edificaciones, humildes unas, imponentes otras, cada una en su particular estado de conservación. Ahí está la intención de contar a los jóvenes lo que conocieron los viejos, el esfuerzo por sobrevivir al olvido, la despoblación y el abandono. Ahí está el agua corriendo de Oeste a Este.

En este pueblo, cuando el agua deja de correr en los canales el invierno comienza a tomarse en serio. Eso sucede sobre los once grados bajo cero, según calculan en el bar del chocolate. La gente está acostumbrada al frío. No están tan lejos los tiempos en que las cocinas bilbaínas eran el único recurso para calentar las casas.

En invierno hay poco que hacer y la gente se refugia en los bares, a jugar la partida de tute, a templar el alma con un poco de aguardiente o a ver el fútbol en la tele el día que juega el Real Madrid. Los bares se concentran cerca de la plaza y, mal que bien, van sobreviviendo. Cuando uno cierra por jubilación del propietario no pasa mucho tiempo antes de que aparezca otro, y así el número total se mantiene más o menos estable. No ha sucedido lo mismo con el resto de establecimientos. Hace ya décadas que cerró la pescadería y, poco a poco, le fue llegando la hora a la frutería, a la panadería del barrio de abajo, a la carnicería… El taller de Julián, con la centralita de Telefónica que regentaban sus hermanas, queda ya muy lejos en la memoria. Se mantienen vivas la ferretería, la farmacia, la caja de ahorros y la antigua tienda de Dominga, reformada y rebautizada pretenciosamente como supermercado.

En este pueblo, el de la Iglesia también es un negocio en retroceso que no ha conseguido cubrir las vacantes por jubilación. Hace ya años que dejó de haber cura residente. Ahora los fieles se conforman con un sacerdote itinerante que aparece los domingos con el tiempo justo para decir la misa y repartir absoluciones a toda prisa. Si toca procesión, se queda un poco más. Hoy parece mentira, pero hubo una época en la que el cura ocupaba la mejor casa del pueblo, una fábrica de tres alturas con dos fachadas a la calle, patio y tejado de pizarra. Ahí sigue, bien conservada y con muy diferentes habitantes, con un par de automóviles Mercedes-Benz siempre de guardia a la puerta, al lado del caño que se sigue conociendo como el Reguero del Cura. Un día de invierno no tan lejano quiso la fatalidad que el sacristán, que volvía del bar a última hora sobre sus piernas viejas y reumáticas, cayera precisamente a ese caño. La noche era oscura y, si dio voces, nadie le oyó. Cuando por la mañana lo encontraron, el hombre ya se había ido. Quedaba su cuerpo, atrapado en el Reguero del Cura en una madrugada en la que, por primera vez aquel año, los molinos se detuvieron. La barra de mercurio de los termómetros no alcanzaba la línea de los once grados bajo cero.


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