Revista Arte

En este pueblo (X)

Por Anxo @anxocarracedo

En este pueblo las alianzas solían renovarse con bolsas de fréjoles. La costumbre más o menos se mantiene y últimamente se ha sumado el calabacín, pero hace algunas de décadas, cuando había menos fincas de balde, los fréjoles aparecían por todas partes. La familia llegaba en agosto con el coche cargado hasta los topes y antes de que les diera tiempo a descargar a la abuela ya se tropezaban con la primera bolsa, cortesía de la vecina de arriba. "Ay por favor. ¿Para qué te molestas?". "Nada boba, que este año hay muchos". No tardaba en llegar la segunda, gentileza de la vecina de dos puertas más abajo. "Ay por Dios... Gracias, gracias". Y así, el mes de vacaciones se pasaba comiendo judías verdes. Quien no las quería al mediodía, sabía que le estarían esperando para la cena.

En la pensión de la plaza, Lula cocinaba los mejores fréjoles con chorizo que pueda concebir un ser dotado de paladar. Su marido estaba todo el día arriba y abajo con el Pegaso, repartiendo material de construcción más allá de los confines de la provincia, y ella se ocupaba de la posada y del comedor. Los hijos de Lula han continuado con éxito los negocios de sus progenitores, pero de aquel guiso sustancioso que reunía lo mejor de la huerta y del corral ya no queda más que el recuerdo. Tal vez para compensar la pérdida, los herederos de la pensión de la plaza se las ha arreglado para poner la localidad en el mapa organizando cada año varias pruebas deportivas que discurren por los pinares y montes del entorno. Con la ayuda del GPS, decenas de ciclistas y corredores llegan en la fecha indicada para participar en la competición. Aterrizan mirando un poco desde arriba, con la pelusilla del urbanita, pero se marchan convertidos en incondicionales del pueblo, milagro que, a falta de fréjoles con chorizo, hay que atribuir a partes iguales a la pureza del aire y a la diligencia de los hijos de Lula.

Los dos hermanos son la prueba de que también en este pueblo hay lugar para el espíritu emprendedor. Aunque, como en todas partes, los inicios plantean sus dificultades. En la época dorada del ladrillo, la puesta en marcha del tanatorio desencadenó airadas protestas de los vecinos del barrio. "Vea usted, al pie mismo de las escuelas. Semejante espectáculo a la vista de los rapaces..." Se montó tal lío que los de la tele se acercaron a ver qué pasaba. Fue la segunda vez que este pueblo salió en el telediario. Al final se aplacaron los ánimos y el negocio va viento en popa. Con espectáculo o sin él, los pocos niños que quedan no han dejado de jugar en la calle.

Las subvenciones ayudaron también a levantar dos establecimientos de turismo rural, en casas de nueva planta a las que los constructores dieron un aire rústico tan convencional como ajeno a la arquitectura de raíz popular. Las dos se instalaron en los confines del pueblo, más allá del puente, tal vez para satisfacer a los turistas que relacionan lo rural con la soledad, la quietud y otras ideas de bombero. El caso es que mientras en las calles del pueblo las casas se seguían cayendo de puro abandono, hubo que asfaltar el camino, llevar saneamiento y poner postes de alumbrado hasta el sitio donde Cristo dio las tres voces. Al final resultó que no había negocio para las dos y la más apartada fue la primera en cerrar. Pero el hotelito tuvo una temporada de esplendor bajo la gerencia de Iris, la gallega que se enamoró de uno del pueblo cuando el mozo andaba soldando tubos por el mundo adelante. Se casaron y siguieron unos años por ahí, detrás del trabajo, hasta que se acabó lo que se daba. Entonces la pareja se vino al pueblo a criar los hijos, ¿dónde mejor?, y ella se trajo un equipaje de bondad, criterio y sentido del humor con el que en poco tiempo se ganó al paisanaje. Aquel año por las fiestas, como había que dar a conocer el negocio, fue de puerta en puerta recopilando reliquias para montar una exposición etnográfica. Trillos, morrales, piezas de cerámica, herramientas y ropas que llevaban sabe Dios cuánto criando polilla en los arcones acabaron de teloneros de la auténtica estrella de la muestra: un orinal de porcelana. La mujer aseguraba a quien la quisiera escuchar que la reluciente bacinilla había recogido los orines de su paisano don Camilo José Cela. La especie corrió como un reguero de pólvora y aquel mes a la casa rural de la gallega se acercaron veraneantes y curiosos de toda la comarca. Cuando se lo recuerdan, Iris guiña un ojo enorme nublado por las cataratas.

En este pueblo (X)

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