En este pueblo el juego de los mayores es asustar a los rapaces. La juventud tiene que espabilar y cuanto antes reciba los meneos de la vida, mejor para todos. El hijo de Ángel se pasó el resto del verano cruzando al otro lado de la calle desde el día en que se le cayó una botella de Kas Limón en el bar y Cesáreo, los ojos entornados y el palillo en la boca, peritó los daños en quinientas pesetas. Cada vez que subía camino de casa, el chaval tomaba distancia y aceleraba el paso, convencido de que tarde o temprano el tabernero saldría del otro lado de la cortinilla antimoscas para reclamarle la deuda. Peor fue el caso de la nieta de Elías. El día grande de las fiestas, la niña iba tan contenta en la carroza tirada por el tractor de su tío que no se le ocurrió mejor cosa que saludar a la bruja con la lengua. A la vuelta le cayó un sopapo. Así, sin más ni más. Requerida de explicaciones, la mujer aseguró que su propósito era educativo. Hubo división de opiniones y algo de jaleo, pero la cosa no pasó a mayores. La bruja se volvió a sus pócimas y la niña se quedó con el tortazo.
En ocasiones, los mayores aprovechan los pleitos de los rapaces para sacar a relucir agravios históricos. Entonces se oye alguna voz más alta que otra, pero mientras la gente truene, no hay cuidado. Que tire la primera piedra el que no haya arado un palmo de la finca del vecino, el que no haya secado la nogal ajena, el que no se haya saltado alguna vez el turno de riego en la vega. Durante la guerra, en este pueblo solo sonó un disparo. Los falangistas llegaban en automóvil y el alcalde les hacía frente en cuanto cruzaban el río, con la camisa azul mejor planchada que nadie. "Aquí no hay rojos", les decía sin que le temblara la voz, y la partida se daba media vuelta. Hasta que una tarde los matones aprovecharon que el alcalde estaba en el rosario para subir hasta la casa del cura y llevarse al sobrino de don Bernardino, que ni era rojo ni era del pueblo ni había hecho nunca mal a nadie. Para volver a oír la música siniestra de una pistola hubo que esperar muchos años. Sucedió bien pasada la Transición, en un mitin electoral que se celebraba en el ayuntamiento nuevo. Por fortuna, el tirador estaba tan privado de juicio como de puntería y en esa ocasión no hubo que lamentar daños personales. Fue la primera vez que la televisión se dejó caer por aquí.
En este pueblo, la verdadera manifestación del odio no es el ruido, sino el silencio. Las familias enemistadas lo cultivaban con esmero y lo legaban de una generación a otra, como una alhaja que se abrillanta con las décadas. Pero la cadena comenzó a debilitarse con el éxodo a las ciudades y el baby boom de los setenta acabó por hacerla trizas. En verano empezaron a llegar camadas nuevas, ignorantes de los códigos locales, convencidas en su inocencia de que, entre vecinos, todo es jauja. Así fue como el nieto de Ángela y el nieto de Pepa trabaron la más pura de las amistades, la que consiste en ir a correr a las eras, atentar en comandita contra la fuente ornamental que sustituyó al pilon, sujetar saltamontes por las patas traseras y escuchar al final del día los cuentos picantes de Pablo el barbudo. Ver a las dos criaturas así, como uña y carne, obró el milagro y un día de mediados de agosto las dos abuelas, que habían vivido toda la vida puerta con puerta, se dirigieron la palabra por primera vez. "Buenas tardes". "Buenas tardes nos dea Dios". Pronto se terminaron las vacaciones y, en la hora de las despedidas, el hijo de Ángela se acercó al más joven de Pepa, recién entrado en quintas: "Toma, para que te tomes algo a mi salud". Y le alargó un billete verde que el otro se guardó sin levantar la mirada.