Revista Arte

En este pueblo (XIV)

Por Anxo @anxocarracedo

En este pueblo pocas veces se llega al fondo de las cuestiones. El agua se deja correr y se sigue viviendo, cada uno como buenamente puede, o como Dios le da a entender. Los rencores se guardan bajo siete llaves, por si llega el día en que se les pueda sacar algún partido. Las penas se atesoran en el pecho, por si llega el día en que se pueda levantar el luto. Cuando el fuego arrasó el pinar lo primero que se pensó fue que alguien lo había provocado, alguien movido por la maldad en estado puro porque, ya me dirá usted, ¿quién va a tener interés en destruir lo que es de todos? Se pensó en un pirómano en razón de que las llamas aparecieron de este lado del río y, al poco, estaban en la otra ribera, con el camino expedito hasta el pinar. Las autoridades también señalaron la hipótesis criminal, pero el tiempo pasó y nunca más se habló de culpas ni de responsables.

En el otoño que siguió al incendio todo el mundo sabía ya que el negocio de la resina, que décadas atrás llegó a ser la principal industria del pueblo, se había acabado para siempre. Fue también un otoño sin níscalos y sin boletus edulis, una riqueza de descubrimiento mucho más reciente. Cesáreo fue el primero en ver en las setas que brotaban a la sombra de los pinos una fuente de riqueza. El pelo crespo, la frente amplia surcada por tres pliegues horizontales y una sonrisa fácil de la que nunca se caía el palillo eran las manifestaciones físicas de su inteligencia. En su bar, el más tranquilo del pueblo, montó la base de operaciones de un negocio que contaba entre sus clientes con algunos de los mejores restaurantes de Barcelona. Cuando Cesáreo se jubiló, la fiebre recolectora ya se había extendido y, con mayor o menor ciencia, todo el mundo recorría los pinares cuando caían las primeras lluvias de octubre.

En la primavera que siguió al incendio, los bordes de las pistas forestales se llenaron de troncos apilados. Los turistas que vinieron a participar en las pruebas deportivas que, como cada año, organizaron los hijos de Lula se sorprendieron al verse en medio de un paisaje siniestro, por mucho que las urces ya empezaran a motear el fondo negro con el malva con sus primeras flores. Pocos pinos quedaron en pie, pero los robles que habitaban en medio de ellos sobrevivieron todos. Los salvó la humedad de los regatos, con la que supieron hacerse un habitación secreta que resistió la voracidad de las llamas. Salvaron la vida también los enjambres, pero su bullicio, sin la protección de las coníferas, quedó expuesto a la luz pública.

Cuando se habla de colmenas, en este pueblo aun hay quien recuerda a Balbina. Nadie como ella supo entender a las abejas. Sentada a la puerta de la casa, en las tardes en que el reuma le daba tregua, Ángela contaba cómo su madrastra se acercaba a los enjambres sin protección alguna y tranquilizaba a las obreras que se posaban en sus manos con las palabras más dulces de que era capaz: "Quieta boba, quieta...". Luego extraía de los panales la miel oscura y untuosa de la que este pueblo sigue presumiendo y cuyo germen está, como el germen de la regeneración del monte, en la flor de la urz. Ángela recordaba la severidad de la vieja y el extraño modo en que administraba sus afectos: a ella le racionaba el jabón y el nieto, si quería una castaña, tenía que ir al arcón a robarla, pero las cabras cenaban chocolate el día que la madrastra estaba de buenas.

Mucha gente iba a visitar a Ángela cuando en verano volvía al pueblo con su hijo, la nuera y los nietos. Las vecinas la trataban con mucho respeto. Ella les dedicaba las pocas sonrisas que acertaba a esbozar al cabo del día. Alguna se emocionaba recordando años pasados, mientras ella se mantenía entera, con la mirada algo perdida y los ojos secos. Como tantas otras mujeres de este pueblo que nacieron en los umbrales del siglo veinte, Ángela tuvo una vida dura. Parió ocho hijos, pero solo dos superaron la primera infancia. El mayor, con treinta años cumplidos y la carrera de perito mercantil terminada, fue a encontrar la muerte en el pozo de la huerta. El recuerdo de la tragedia todavía causa emociones en el pueblo. Aquel día, Ángela se vistió de negro de pies a cabeza y en su casa nada volvió nunca a ser lo mismo. Pero el tiempo, que no da marcha atrás, tampoco pasa en balde. Muchos años más adelante, a fuerza de insistir, a fuerza de quejas y zalamerías en las que tal vez encontraba las quejas y zalamerías de aquel hijo perdido en lo mejor de la vida, sus nietos consiguieron que Ángela aliviara el luto echándose sobre los hombros un chal que, igual que la flor de la urz, aquella que pinta el monte calcinado y da tarea a las abejas, era de color malva.

En este pueblo (XIV)

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