Revista Arte

En este pueblo (XV)

Por Anxo @anxocarracedo

En este pueblo llueve poco últimamente y la autoridad municipal ha tomado medidas preventivas. El agua corriente sólo puede destinarse al consumo humano: beber, asearse y ese tipo de cosas. Nada de lavar el coche ni de regar el césped, actividades que siempre han gozado de gran predicamento entre los veraneantes, pero sobre las que ahora se cierne la amenaza de la multa. El alcalde nuevo ha entrado como un ciclón en los asuntos de su competencia. “A ver, a ver”, reflexiona la hija de Antonio en el bar del chocolate, poniendo cara de estar dispuesta a dar al edil un margen de confianza. A Luisa, que vive al lado del río, se le ha secado el pozo, ya decíamos que últimamente llueve poco, así que ha decidido bombear agua desde el cauce valiéndose de un motor que ronronea durante horas y horas. Da gusto ver la huerta de Luisa: tomates, pimientos, calabacines, fréjoles… Un oasis de frescor en medio de la tarde sofocante de julio. Su marido, artífice de la instalación de riego, pasea entre los surcos sus ochenta y pico años con la agilidad de un chaval. Luisa también se conserva estupenda pero es lo suficientemente mayor como para haber guardado el ganado de Ángela. También es lo suficientemente despierta como para estar al tanto de la legislación local, así que le preocupa un poco que pueda caer la multa. A fin de cuentas, debe de pensar, el agua del río también es agua corriente.

Al contrario que la lluvia, la literatura científica de asunto local avanza imparable hacia su apogeo. En la ferretería han reservado un estante junto a la caja para exhibir las diversas monografías sobre cuestiones históricas, geográficas y ecológicas recién salidas de las imprentas. Los libros, algunos de ellos de un volumen desafiante, están dignamente expuestos encima de la prensa. A falta de biblioteca pública, y para sorpresa de algunos, los Crespo, padre e hijo, han sido los encargados de traer las letras a este pueblo. A principios de los ochenta el periódico provincial comenzó a llegar a la ferretería con un retraso medio de dos días, luego la puntualidad fue mejorando y, en unos años, el estante situado frente a la caja se pobló con los diarios de tirada nacional, las revistas del corazón y el Marca. Por mucho que ahora la literatura de no ficción haya enriquecido la oferta, la ferretería sigue siendo la ferretería.

Situado casi enfrente, el antiguo colmado de Dominga ha tenido una evolución bien distinta. Hace muchos años ofrecía una variedad abrumadora de artículos de todo género, perecederos y perennes. Al forastero le sorprendía tanto la desesperante calma con que la dueña atendía a la clientela como el magistral aprovechamiento del espacio en el minúsculo local. Si un cliente pedía unas zapatillas, por ejemplo, Dominga se acercaba sin prisa hasta la nevera y sacaba de ella el par del número solicitado. Si, por poner otro caso, el deseo del comprador era un kilo de tomates, la mujer realizaba una operación prácticamente idéntica. Hasta que un día llegó un cliente y pidió una nevera. Entonces Dominga se arrastró hasta el electrodoméstico, sacó de él innumerables cajas de zapatos y zapatillas, junto a una cantidad muy respetable de verduras y hortalizas de frescor irreprochable y, después de tomar aliento, explicó al comprador las condiciones de la garantía. Tras el fallecimiento de la venerable tendera, sus hijos tiraron la casa y construyeron otra nueva, una mole de tres pisos con un bajo enorme que rotularon con el título de “Supermercado”. Al forastero le sorprenden ahora la desesperante calma con que se atiende al cliente y la enorme extensión de estanterías semivacías entre las que puede deambular a sus anchas. Sigue habiendo tomates y algún par suelto de zapatillas dodavía se puede encontrar, pero ya no hay neveras a la venta.

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