En este pueblo la meteorología es una ciencia exacta: “Agosto, frío al rostro”, y la predicción se cumple siempre.
El aire helado de agosto llegaba después de la tarde en el río, después de haber ido a buscar la leche a la vaca y después de hervirla en la cocina de hierro. Con la proverbial rasca llegaban también, y no han dejado de hacerlo, las fiestas patronales.
En ocasión bien recordada, el mes de las vacaciones se tomó tan en serio el papel que le asigna el dicho, que la orquesta contratada para animar la verbena encontró aquí el mayor éxito de su carrera. “Tuvistes una oportunidá aaaa… y la dejastes escapaaaaaar…”. El cantante daba lo mejor de sí mientras contemplaba estupefacto cómo se iba llenando el centro de la plaza. La cosa empezó con parejas formadas por señoras sin más verguenza de la necesaria, a continuación se sumaron grupos de niños y niñas, luego se animaron parejas mixtas de edad avanzada y más tarde otras cada vez más jóvenes. Finalmente se incorporaron las mozas, y los rapaces que se acodaban en la barra de la comisión abandonaron los cubatas para ir tras ellas. El solista alargaba las sílabas de la canción de Los Secretos no por afectación, sino porque no era capaz de sujetar la mandíbula, admirado ante el espectáculo insólito que ofrecía la plaza en pleno movimiento y sin sitio para un alfiler. ¡Todo el mundo bailaba! En el segundo descanso, camino de la pensión de Lula, donde le esperaba una cena de campeonato, el gallego −pues gallegos han sido toda la vida quienes han traído la música a este pueblo− encontró la explicación a tan rotundo éxito: “Es que si no bailamos, nos quedamos helados”.
Pero, en materia de danza, durante muchos años el gran momento de las fiestas fue el concurso de jotas. Nadie quería perderse la demostración de Eleuterio, al que algunos malintencionados llamaban Lutero, y su mujer, a la que todo el mundo llamaba La Escribana. La pareja de octogenarios se movía con una ligereza que desafiaba las leyes de la física y, sobre todo, sabía transmitir la alegría del baile. Ganaban siempre. Gonzalo y Victorina no podían hacerles sombra en la jota pero se resarcían por la noche, en la verbena, cuando agosto azotaba los rostros de firme y comenzaban a sonar los pasodobles. Luego la orquesta daba paso a la fase pop-rock del espectáculo, cosa que al carpintero y a su mujer les daba lo mismo. Ellos seguían igual de agarrados, punteando los pasos de Paquito el Chocolatero fuera cual fuera la banda sonora. De los ocho hijos de la pareja, los chavales −no siendo los más chicos, que andarían por ahí haciendo diabluras− eran más de barra que de pista, pero las rapazas bailaban lo que les echaran. Eran unas hermanas muy unidas e iban juntas a todas partes. Los mozos del pueblo y los que venían de veraneo de sobra sabían que formaban un paquete indivisible: “¿Bailas?”. “Sí, bailamos las cuatro”.