En este pueblo la procesionaria le está ganando la partida a los pinos. Muchos de los ejemplares jóvenes llamados a ocupar el lugar de los que sucumbieron en el gran incendio han aparecido secos con la llegada de la primavera. No hay árbol que esté libre de los bolsones en los que se encama la oruga. Y es que este invierno no ha hecho ni gota de frío. Malo para los pinares, bueno para la más temida de sus plagas. “La nieve que antes estaba de más, ahora la echamos de menos”, trata de explicarse Luzdivina. En el supermercado aclaran que el deseado meteoro compareció este año un solo día, allá por febrero, pero con tal desgana que los copos presentaban su dimisión sin llegar a besar el suelo.
Aunque junte las manos y los pies, a la hija de Antonio el de la plaza le faltan dedos para echar cuentas de los años que han pasado desde que ella y el resto de la rapazada formaban una resbalina con la primera nevada de noviembre y a final de febrero aún estaban deslizándose por ella. La rampa de hielo se apoyaba en la base del monumento que se constuyó para rendir homenaje a los que dejaron la vida en la Guerra Civil. El armatoste en cuestión es un monolito gris y triste que exhibe en sus cuatro caras un variado conjunto de altrorrelieves, a saber: dos cruces latinas, un escudo nacional con águila y otro del pueblo al que también se le ha añadido el ave rapaz, el yugo y las flechas de la Falange, y dos tinajas. En uno de los paños, una leyenda: “Es glorioso morir por la patria“. En el opuesto, cuatro nombres debajo del de José Antonio Primo de Rivera. Por fin hay quien se atreve a decir en alto que no están todos los que fueron, y el nuevo alcalde ha prometido recuperar la memoria de los olvidados. Tal vez de ese modo la plaza de la Concordia hará por fin honor al nombre con el que fue rebautizada hace ya algunos años.
Lo cierto es que la guerra queda lejos. La guerra empezó el mismo año que nació Antonio, lo cual, teniendo en cuenta que su nieto, aunque camine de la mano de la madre, tiene ya fuerza suficiente para hacerte el abrazo del oso, la sitúa a una distancia de tres generaciones. Con resbalinas o sin ellas, en aquella época los inviernos sí que eran cosa seria.
Durante la guerra llegó a este pueblo una compañía de forzados, a construir la carretera que enfila hacia las montañas. Las tardes que la nieve no dejaba trabajar, los hombres se quedaban a serenar en casa de Emilio. Un día tras otro, las largas conversaciones al amor de la lumbre, animadas con castañas y vino, fueron alimentando la confianza y los presos, agradecidos, pagaban la merienda cortando leña. Emilio trabó auténtica amistad con un valenciano de manos finas, dentista de profesión, que cada domingo, para infinita sorpresa de su anfitrión, cantaba en misa. “Y tú, ¿cómo es que te hiciste rojo?”, se atrevió a preguntarle un día.
Cuando la compañía recibió la orden de partir, el valenciano se despidió de la familia que le había ofrecido su hospitalidad. Al cabo de un tiempo, Emilio recibió un paquete que su amigo le enviaba desde prisión. Contenía un costurero y una carta que, junto a recuerdos, informes sobre el estado de salud del remitente y buenos deseos, dedicaba unas líneas a un cinturón del que no había rastro. Emilio se quedó apenado por la idea de que el regalo que su amiglo le había querido hacer llegar estaría seguramente sujetando los pantalones de su carcelero.
Terminó la guerra, pero los dos hombres no volvieron a verse. Sin embargo, nunca se olividaron, ni dejaron que su prole se quedara sin conocer la pequeña historia de su amistad. Muchos años más tarde, muy lejos de este pueblo, el hijo de Emilio y una hija del valenciano se encontraron en una oficina de la Dirección General de Tráfico y, sin haberse visto en la vida, fueron capaces de reconocerse. Bastó el apellido poco común de él y la fortaleza de dos memorias que habían sido bien alimentadas.