En este pueblo la armazón de la vida social se resquebraja, los pilares de los convivencia amenazan ruina. En este pueblo, ya no hay quien duerma la siesta.
Durante toda la vida, la cabecadita de después de comer ha sido una institución sacrosanta. Especialmente en verano, era la bisagra del día, el eje en torno al cual se organizaban tanto los quehaceres individuales como las tareas colectivas. Consciente de su importancia, sabedor de que respetar al prójimo empieza por respetar su sueño, todo el cuerpo social se aplicaba en su defensa.
—¿Y vosotros no dormís la siesta? —preguntaba la vecina de la casa de arriba (o de la casa de abajo, que para el caso es lo mismo), y en el retintín de la señora los rapaces encontraban la certeza de que los juegos ruidosos que despiertan a los vecinos no habían de quedar impunes.
Hoy todo eso está en crisis. Y no precisamente porque el paisanaje haya decidido cambiar la severa pedagogía que siempre se ha aplicado por estos andurriales. Lejos de hallarse en factores internos, el porqué de la decadencia de la siesta hay que buscarlo en una causa exógena: el motociclismo. En cuanto llega el fin de semana ya están las motos arriba y abajo, acelerando con desafuero por las calles, sin parar mientes en límites de velocidad ni en normas de tráfico, ni mucho menos en reglas de urbanidad. Toda la santa mañana y toda la santa tarde los motores ponen el aire otrora calmo de este pueblo a docemil revoluciones por minuto. ¿Cómo va uno a conciliar el sueño con semejante castigo?
—Sí, sí, pero el peor de todos es el tonto del quad, ¡que ese sí que es de este pueblo! —levanta Ana María el dedo acusador. Como no puede dormir, la mujer se sienta a la sombra y charla con la vecina, justo enfrente de uno de los bares donde abrevan los enemigos de la siesta. Y ahí está la explicación de por qué nadie ha llamado a la Guardia Civil para que restaure la cordura: con los motoristas, lo que se pierde en descanso, se gana en producto interior bruto, que falta hace.
—¡Pero si ni cuartel hay ya! —discrepa la amiga de Ana María—. Ni guardias quedan, debe de ser como la profesión de cura, que nadie la quiere.
El caso es que los bárbaros invasores llegan atraídos por las curvas de la carretera que enfila cuesta arriba en dirección sur, hacia el límite provincial. Les encanta hacer tumbadas camino de la concentración motera que nunca falta, convirtiendo la bien conservada cinta de asfalto en una pista de competición.
Ha pasado mucho tiempo y han cambiado mucho las cosas desde la época en que por esa misma carretera bajaba Guillermo, el suegro de Ana María, que se ganaba la vida vendiendo vino por la comarca adelante. Por entonces, poco o nada se sabía de motores y el asfalto ni se conocía. En invierno, el camino se ponía hecho una pena y cada dos por tres las ruedas del carro se atascaban en los hoyos, problema menor para Guillermo y su hermano, que desenganchaban la pareja de mulas y lo sacaban con sus propias manos. Según algunos, eran muy fuertes. Según otros, muy brutos.
El primer asfalto que por aquí se vio cayó como Dios le dio a entender sobre la traza antigua del camino, y durante muchos años la carretera fue una pista estrecha y mal parcheada que combinaba largas rectas con curvas de peralte indescifrable y cambios de rasante estilo montaña rusa. Nada que asustara a Segundo cuando decidió que, llegados a la adolescencia, sus hijos debían aprovechar las vacaciones de verano para aprender a conducir. Por turnos y aprovechando la calma de la sobremesa, el hombre los ponía al volante del Renault 12 familiar y, con voz firme, les daba las instrucciones básicas en al arte de llevar un automóvil.
—¡Más deprisa!… ¡Acelera!
Flotando sobre los baches por efecto de la blanda suspensión característica del modelo, el Renault alcanzaba los ciento veinte kilómetros por hora, momento que el padre de familia creía el adecuado para reforzar la confianza del aprendiz.
—Venga, que no viene nadie. ¡Acelera!
Pero toda recta, por larga que sea, tiene un final. La carretera acababa por retorcerse y estrecharse más y más para salvar el puentecillo sobre algún regato. Solía ser ese el instante elegido por el autobús de línea de Raúl, o por el Pegaso de Magín, para aparecer como salido de la nada. Y, claro, al rapaz le entraban las dudas.
—¡No cabemos! ¿Qué hago?
—¡Sí cabemos! ¡Acelera!
Y, efectivamente, siempre cupieron. De vuelta en el pueblo, el puente de hierro de doble arco marcaba el punto final en eso de dar gusto al pie derecho. El Renault se deslizaba por las calles con sigilo, al ralentí. La gente dormía la siesta. ¡Un respeto!