Revista Arte

En este pueblo (XXVIII)

Por Anxo @anxocarracedo

En este pueblo, al paso que vamos pronto no van a quedar ni las moscas. En realidad, las moscas hace tiempo que se fueron. Se marcharon con el ganado, del que ya no hay ni noticas. Cuando aún había animales en las casas, las familias de veraneantes llegaban con los coches hasta los topes y la abuela ya estaba riñendo antes de que la descargaran.

—¡Cerrái las puertas, que no entren las moscas!

Pero no había manera. En cuanto uno se descuidaba ya estaba la casa llena de ellas. Si el día estaba tranquilo aún menos mal. Lo malo era como hubiera tormenta, porque entonces se lo comían a uno. Por la noche, cuando se quedaban tranquilos, los insectos se posaban en la cuerda tendida sobre la cocina de hierro de Ángela. La cuerda era verde, pero no había un centímetro que no se viese teñido de negro. Dos casas más abajo, Irene, siempre inquieta, andaba detrás de ellas con un trapo, y no se daba mala maña para darles su merecido.

—Estese quieta, madre, que va romper el televisor —se quejaba Ceferina.

Ahora, lo dicho, ni moscas quedan casi. Poco faltará para que las declaren especie protegida, cosa que no extrañaría a Juan Pablo, siempre dispuesto a indignarse por las decisiones de las autoridades y, en particular, por las trabas que se ponen a los que quieren establecer aquí sus medios de vida. No entiende que Hacienda ande detrás de uno en cuanto tiene más de media docena de gallinas, o que los de Medio Ambiente se pongan a medir hasta si el cuadradillo de la alambrada con que se cercan las pocas viñas que quedan tiene el tamaño reglamentario. Parece que se mira más por los raposos que por las personas. A Juan Pablo no le gusta como marcha el mundo y reclama soluciones.

—A ver, los jóvenes. ¿Qué estáis haciendo?

Y tampoco es que él sea tan mayor, aún le quedan unos cuantos años de seguir con el taxi en Madrid. Luzdivina, que es mucho más vieja y nunca ha salido de este pueblo, tampoco entiende el mundo del que hablan los telediarios. Ella que, según dice, compartió puchero durante años con cada forastero que trajeron los guardias sin preguntarle quién era ni de dónde venía, se hace cruces cuando ve en la televisión esas caravanas de gente que huye sin tener quien la acoja.

En las quejas airadas de Juan Pablo y de Luzdivina resuena el espíritu rebelde de este pueblo. Es el mismo corazón indómito que lleva al Pepillo a desdecirse cada año y volver a sulfatar las viñas y luego a hacer dos barriles de vino, aunque no se canse de repetir que no merece la pena el esfuerzo porque nadie lo ha de agradecer ni continuar. La misma rebeldía que lleva a Josefa, bisabuela por partida quíntuple, a proclamar que no se irá a la residencia de mayores. No, al menos, mientras la cabeza funcione.

Si ha de haber alguna relación entre el paisanaje y el paisaje, es posible que esa fibra montaraz tenga su raíz genética en el río, que aparenta melindroso en verano pero que cuando quiere se sale de madre y arma la de Dios es Cristo. Como aquella vez, antes de la guerra, que arrambló con el puente y con todo el ganado de la plaza para abajo. Fue un milagro que no se llevara a ningún cristiano. Pero como no hay mal que por bien no venga, aquella crecida acabó siendo la razón de que se construyera un puente mejor, de hierro, que cumplió estupendamente su función hasta el siglo XXI.

Aunque, la verdad sea dicha, aquí cada uno entiende eso de la rebeldía a su manera, y no siempre de un modo constructivo. Porque rebeldía fue, a fin de cuentas, lo que impulsó al bruto de Guillermo a dar el primer tortazo al Salite, un hijo de este pueblo que estuvo unos años en la Argentina y de allá se trajo la conjugación de los verbos y el gusto por expresarse con libertad. Con lo primero se ganó su apodo y con lo segundo, la ira del arriero. La torta fue de campeonato pero el indiano, en cuanto pudo ponerse en pie, presentó denuncia. Cuando se publicó la sentencia, Guillermo se fue al juzgado y, si la multa eran cinco reales, pagó diez. Luego volvió al bar a buscar al Salite y le arreó un monumento de sopapo que lo hizo salir volando por la puerta.

También el de Manolo puede explicarse como un caso de insumisión, aunque la aplicara contra sí mismo. La suya fue una contumacia refleja que le impidió hacer fortuna con su extraordinario talento de ebanista. Su trabajo continúa en pie en incontables casas del pueblo: en puertas, ventanas, muebles… Se dice que, a poco que hubiese sabido gestionar sus dones, aquel hombre menudo que siempre tenía en los labios una sonrisa y una colilla a punto de apagarse, habría dado a su familia una vida desahogada. En cambio, las pasaron canutas. Gracias que su mujer, una espectacular morena que se trajo de la provincia de al lado, resultó ser además de guapa una luchadora infatigable. La historia de Manolo y la morena acaba bien, porque a pesar de todo sacaron la prole adelante. Uno de los hijos heredó el oficio y de este pasó a los nietos, a quienes no les falta el trabajo, a juzgar por la cantidad de materiales que se acumulan siempre a la puerta de la carpintería.

Otro rebelde recordado es Pablo, el manchego barbudo afiliado al PCE que se casó con la hija de Pepa. La indisciplina de Pablo era polivalente. Lo mismo iba contra las normas de Medio Ambiente, que prohíben cazar pajaritos con red, que contra las leyes no escritas de este pueblo, que mandan cortar las alas a los rapaces. Con él todo era juerga. Los niños le seguían como al flautista de Hamelín y los mayores acabaron perdonándole que de cada tres palabras que salían de su boca dos fueran blasfemias. Una tarde cualquiera de un mes de agosto, mientras esperaba que su suegra llamara a cenar, Pablo explicaba a su joven audiencia la técnica para atrapar al enemigo: se le pone la mano delante con un poco de disimulo, se espera a que levante el vuelo, se hace un gesto como de rebañar y el bicho aparece entre los pliegues de la palma. Luego, si uno tiene el día sádico, puede coger un cabello y atárselo en el cuello. De ese modo, se le puede llevar de paseo como si fuera un minúsculo perrillo. Cuando uno se cansa, aprieta el nudo y, clac, enemigo decapitado. La rebeldía del barbudo era también rebeldía contra las moscas.

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