Revista Arte

En este pueblo (XXX)

Por Anxo @anxocarracedo

En este pueblo se duerme como en ningún sitio. Por la noche, claro. Ya se sabe que la siesta ha sido prohibida por los ases del motor. Las noches son plácidas todo el año. En invierno hay que echarse dos, tres o hasta cuatro berrendos encima, y a veces ni con las mantas de lana entra uno en calor, pero en verano da gusto. Y no siendo la madrugada que los mozos se lían a echar enero fuera a campanazo limpio, nunca hay un ruido capaz de ahogar el canto de los grillos. Lo dicho, aquí sólo la conciencia puede perturbar el sueño.

Que se lo pregunten a Juan Pablo, el taxista con alma rebelde, que lleva ni se sabe ya cuántos años haciendo el turno de noche en Madrid y, sin embargo, cuando vuelve al pueblo el cambio de horarios no lo desvela ni el primer día. Que se lo pregunten, si no, a la gallega alta y guapa que viene por septiembre a apañar moras. También se la ha visto por aquí en julio, en agosto, en Semana Santa, por Difuntos y hasta en lo más crudo del invierno. ¡Qué afición!

—Me encanta este pueblo. Aquí se duerme de maravilla —no se cansa de repetir cada vez que alguien le pregunta.

Lo cierto es que al principio causó extrañeza esa querencia por el pueblo en alguien completamente ajeno. Con el tiempo, el resquemor se fue transformando en orgullo: si le gusta a ésta, que es forastera, algo de bueno tendrá. Pero la gallega alta y guapa no ha dejado de ser una caja de sorpresas. Nadie se acordaba de las moras hasta que vino ella a recogerlas con infinita paciencia para luego hacer mermelada, licor o sabe Dios lo qué. Nadie protestó tanto como ella contra las antenas que profanaron el castro. Nadie, en casi un siglo de tradición, había nunca actuado con la aplastante lógica que demostró la moza el día que entró en el bar del chocolate y pidió un chocolate a la taza. La voz corrió como un reguero de pólvora, ya se sabe como son estas cosas en los pueblos, y rápidamente se convirtió en la bebida de moda. Y los del bar encantados, claro.

Pero al cabo del tiempo volvió a aparecer la gallega y redobló la apuesta.

—Chocolate, sí, pero con agua… Es que no tomo leche.

Mari encendió en sus pequeños ojos azules la luz de no-puedo-creer-lo-que-estoy-oyendo y volvió tras la barra. Un buen rato más tarde trajo una taza humeante con unos picatostes, la puso en la mesa de la clienta y le habló al oído.

—No se lo digas a nadie, que para hacerlo con agua tenemos que rallar la pastilla y batirlo a mano. Da trabajo.

Y ahí quedó la cosa. Lo cierto es que nadie debería sorprenderse, porque en este pueblo de alma adusta casi siempre que ha hecho falta un cargamento de delicadeza se ha importado de Galicia. De aquella tierra remota pero no tanto vino Iris, que encandiló al personal con su sentido del humor y puso la comarca patas arriba con la memorable exposición del orinal de Camilo José Cela. De la Galicia medio urbana vino también María Jesús, allá por los primeros años sesenta. Vino a conocer a la familia del que había de ser su marido y se encontró con un mundo muy diferente al que ella conocía. De repente, tras atravesar un páramo reseco que la dejó sedienta, se vio en un pueblo donde había vacas pero no leche, donde pocas casas tenían agua corriente, donde el desayuno era —entonces sí— chocolate, donde por la mañana la despertaban los carros que iban a la siega y donde los domingos las mujeres llevaban el pan a la iglesia, a que lo bendijera el cura. Por las amonestaciones matrimoniales, su suegra dio un convite al que asistieron muchos vecinos. María Jesús se fijó en que Pepa no probaba bocado. Luego supo que en este pueblo nadie toca una vianda en casa ajena si no media orden explícita.

—Coma, mujer, coma.

Explícita y reiterada.

—¡Coma mujer, haga el favor!

Muchos quebraderos de cabeza pasó María Jesús para resolver el problema de alimentar a su prole cuando venían en el Simca 1.200 a pasar el mes de vacaciones. Ella, el marido, la suegra y los hijos. No era cuestión de comer fréjoles todos los días, por mucho que las vecinas le llenaran la casa de ellos, así que la mujer tenía que hacer encaje de bolillos con las escasas provisiones de las tiendas. Un día se enteró de que en el bar de Cesáreo vendían yogures congelados y creyó ver el cielo abierto.

—¡Ay, que pensábamos que Ángel ya no se casaba y mira tú qué lejos fue a encontrar mujer¡ ¡Y bien buena!— la asaltó Luzdivina un día que bajaba a la centralita de la Telefónica, acompañada por cuatro churumbeles vestidos a juego.

Un año María Jesús se trajo a su padre, un anciano menudo que nunca levantaba la voz y que trataba a los niños como si fuesen seres dotados de sentido y sensibilidad. No se recordaba nada semejante desde los tiempos del maestro don Ventura, aquel santo que al llegar al aula se quitaba las galochas y daba la clase en zapatillas. Aunque era verano, el forastero vestía traje oscuro de tres piezas y no apeaba el sombrero de fieltro. Si en aquella época había tres bares en el pueblo, ése fue el número exacto de días que necesitó para aprenderse el nombre de cada uno de los vecinos y lograr que todos conocieran el suyo. Se ganó a la parroquia entera. Y eso que ni bebía ni fumaba ni jugaba el tute. Manolo fue como una estrella fugaz. Su breve estancia dejó un rastro de fineza que sumió al pueblo en éxtasis zen. Los rapaces se pasaron lo menos dos semanas haciendo las de siempre sin que nadie sintiera el arranque de levantarles la voz.

Pero al decimoquinto día el pueblo, este bendito pueblo, volvió a su ser:

—¡Ónde vas, tarabanco!

—¡Andái de ahí, que sois de la piel del Diablo!

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