A la memoria de Ángel Carracedo Prieto.
En este pueblo, como diría Gamoneda, arden las pérdidas. Las heladas de final de abril han dejado las nogales hechas una pena, con las copas llenas de colgajos ocres en lugar del turgente verdor que a la primavera se le supone. Las viñas, tres cuartos de lo mismo, así que este año no se sabe si habrá cosecha. Pero poco importa, porque ya casi nadie vive del campo. Pepita lo explica.
—Todo se ha vuelto usar productos químicos, y con lo que dan por las cosechas no hay ni para pagar los venenos.
Plácido, siempre dispuesto a fumigar pese a todo, lamenta lo de la helada más que nada por la peral de la huerta, que tiene cuatro injertos diferentes y da frutos en tres estaciones, pero que también amaneció con los brotes quemados después de una noche a nueve bajo cero. Su mujer ha salido con el parte meteorológico y botes de legumbres en conserva a recibir a los de Ángel, el del Migas —perdón por usar el mote pero, si no, no hay quien se aclare—, que han venido a compartir su pérdida con la gente.
Cuando se llega al pueblo es de rigor hacer recuento de los que ya no están, que ahora se dividen en dos: los que se han ido al otro mundo y los que se han marchado a la residencia de mayores. También lo es mostrar un segundo de indignación ante lo incomprensible. Pepita cree que si se pagara lo justo por los frutos, mucha gente tendría una oportunidad en sitios como éste y así se arreglaría al menos una parte de la miseria del desempleo.
Muy otras eran las cuentas que se echaban en los tiempos en que Lorenzo y los de su quinta se tiraban por el castro abajo sobre una tabla y llegaban a casa con el pantalón roto, dispuestos a recibir la frugal cena y los generosos azotes de rigor.
—En este pueblo no había ricos, pero tampoco había pobres —analiza el viejo, sentado en el salón de la mejor casa del pueblo, que hace décadas fue la del cura. Con el enorme corpachón apoyado en un sillón mecanizado y el báculo en la mano, parece un monarca sentado en el trono cuando empieza a contar sus peripecias de rapaz y luego las de cuando estudiaba para médico, repartía telegramas para ganarse unos reales e iba con Ángel a la sesión continua. Si tuviera que hacer recuento de las veces que tuvo que deshacer los líos en los que le metía su revoltoso e inseparable compañero la visita se haría interminable.
Lorenzo y su mujer reciben con sobria cortesía y entereza admirable. Ellos que hace tan poco también han sufrido una pérdida, la más cruel que puedan padecer unos padres. Pero de eso mejor no hablar. Mejor recordar los viajes en tren, la pensión, el vino de pitarra, los días en que, de pura hambre, soñaban el imposible de encontrarse un mendrugo de pan tirado en cualquier calle de un Madrid que se moría de hambre. Y después los tiempos de la abundancia, la pantagruélica mariscada en la boda de Ángel y María Jesús y, ya en los años de la Transición, las agrias discusiones de política y de otras cosas, con alguna que otra palabra que seguramente estuvo de más… Pero ahora todo está perdonado.
—Vuestro padre… Que nadie me lo tocase. ¡Éramos como hermanos!
Con Lorenzo la cosa queda en traerle la próxima vez unas buenas cañas de bambú para que pueda aumentar la colección de báculos y bastones. Porque los de Ángel han de volver. A localizar las fincas —a ver si son capaces— y, si acaso, a quitarle la roña a la lápida del cementerio nuevo, bajo la que descansan el abuelo que no conocieron y el tío Antonio, de quien tanta gente se acuerda todavía, muerto en el verano de 1950 a la edad de veinticinco años. Tendrán que venir también a limpiar la huerta antes de que con el verano llegue la doble amenaza de los incendios y la multa del ayuntamiento. Y a escuchar a Plácido repetir que más adelantarían comprando unos pocos euros de veneno y fumigando ahora que la maleza apenas ha empezado a crecer.
Pero basta ya de venenos que, a este paso, va a parecer que por aquí hay quien quiere actualizar el grito de Zapata: ¡la tierra para quien la envenena!
Y nada más lejos de la realidad. En este pueblo quedan muy pocas fuerzas para rebeldías. La última —aunque más que de rebeldía en este caso habría que hablar de auténtico giro epistemológico, subversión de todos los valores, atentado contracultural, performance, happening o lo que a cada uno Dios le dé a entender— tuvo por protagonista a la nieta de Irene, cuando Irene aún vivía y el bar de Cesáreo era un hervidero en las tardes de verano. Por cumplir un recado, aquel rabo de lagartija se presentó un día en el establecimiento, se acercó al sacristán, que estaba echando la partida, y le preguntó con infantil reverencia.
—¿Es usted el señor Cheda?
Se hizo el silencio. Julián, que debía de estar bebiéndose las perras que sisaba a los rapaces a razón de cinco duros el pinchazo de bici, aguantó en alto el cuatro doble. Los pardales pararon quietos. En el patio, la ficha de plomo que volaba camino de la boquiabierta rana quedó suspendida en el aire. Fueron dos segundos en que se congeló el bar, el pueblo y el universo entero. Dos segundos en los que el orden social, las leyes de Newton y el derecho consuetudinario amenazaron ruina… Hasta que, con un bramido feroz, el interpelado arrojó sobre la coitada que en su propia cara y en presencia de terceros había pronunciado su mote, la interminable retahíla de cristianísimos nombres y apellidos que figuraban en su ficha del registro civil y en las de veinte generaciones de antepasados. A la pobre hubo que llevársela escoltada. Aquella rapaza sí que era el demonio.
La historia la conocen bien los cuatro de Ángel, que solían ir a ver la tele y a comer rosquillas a casa de Irene. Pero aquel tiempo de prodigios queda muy lejos. Ahora, bastante milagro obrarán si son capaces de lograr que la casa vieja, que Emiliano ha prometido apuntalar, no se venga abajo. Para eso tendrán que seguir frecuentando el pueblo, aunque para ello tengan que buscarse disculpas de perra gorda, como la de ver si los ojos de Angelita, que es la hermana mayor de Lorenzo, siguen tan claros y tan hermosos en medio del rostro cuarteado, a la luz de la tarde en el atrio de la iglesia, dando el pésame a quien corresponde. O si los de la recogida selectiva de residuos se acuerdan por fin del contenedor de vidrio que instalaron enfrente de lo que fue el colmado de Tomasa, madre de Lorenzo y Angelita, adonde se iba a comprar las gaseosas y a llevar de vuelta los cascos. O si Antonio, el que fue dueño del irrepetible Rubio, se ha recuperado del primer catarro de su vida, y si se deja agasajar en la fiesta de los mayores, de la que nada quiere saber Gonzalo porque desde lo del ictus no se le entiende lo que habla, aunque él sepa perfectamente lo que quiere decir. O si Otilia y María Luisa continúan saliendo a tomar el sol y a hacer la juerga con quienes se les quieran sumar, en el banco que está enfrente del bar donde los fines de semana paran los ases del motociclismo. O si la mirada de Gonzalo —sí, de nuevo el viejo carpintero— sigue asomada a la esquina de su calle con esa tristeza que se posó en ella después de que la mujer y las hijas le prohibieran con tanta sensatez irse por ahí en bicicleta. O si Manuel cumple la palabra que le dio al forastero que se presentó un día pidiendo permiso para hacer una foto de la puerta de la casa donde encierra el tractor y, después de interrogarlo sobre las motivaciones de tan extraña solicitud, le aseguró que no sólo pensaba conservar el portalón, sino que también iba a reconstruir el balcón de madera. Hasta que al final de la conversación, cuando se dio cuenta de quién era el forastero, dio un saltito hacia atrás y, con la dulzura que se estila por estos lares, empezó a gritar.
—¡Me cago en la leche! ¡Me cago en la leche!… Pero si tu padre y yo… Si tu padre y yo… ¡Éramos compañeros!
Y no hay nada de lo que extrañarse. Ni en la reacción de Manuel ni en que estallara como un petardo con efecto retardado. Porque a la gente de este pueblo le resulta difícil identificar a los cuatro de Ángel, y mucho más distinguirlos. Hay que refrescarles la memoria recordándoles, por ejemplo, que el tercero era el favorito de Tomasa, por simpático y porque en su tienda se fundía la paga en palos de regaliz, chicles Bang-Bang y jarabe Burmanflax; que el pequeño era el que defendía los pájaros de las escopetas de balines y el que se cargó la fuente ornamental al poco de inaugurada, con la inestimable ayuda de los nietos de Pepa; que la mayor andaba todo el día por ahí con la saltimbanqui de la nieta de Irene y con las cuatro del carpintero, aquel paquete indivisible y bailongo; y que el segundo, el que una tarde desapareció y luego resultó que estaba con el pastor aprendiendo el oficio, es el que anda ahora escribiendo no se sabe qué cuentos de este pueblo sin que nadie se lo haya mandado. Las historias, numeradas del uno al treinta, que su padre no acabó de leer y que él y su hermana le recitaron en el hospital, mientras dormía un sueño agitado y de aspecto definitivo, por ver si al menos le servían de viático en su último tránsito.
Así pues, como se iba diciendo, los de Ángel, los cuatro —a los que habría que sumar la nieta y harían cinco—, juntos o por separado, en solitario o en buena compañía, tendrán que seguir viniendo a este pueblo. A este pueblo que fue de su padre y que por lo tanto, quieran o no, es también un poco de ellos. Tendrán que dejarse caer por aquí al menos de vez en cuando, aunque sólo sea para pagar la contribución y quitarle la razón al gran Gamoneda, aunque la tenga. Para que nadie pueda decir que, en este pueblo, la única sabiduría es el olvido.